sábado, 21 de febrero de 2015

Apariciones librescas

Los libros se agazapan en la memoria y en momentos oportunos o impropios suelen aparecerse aunque no hagamos un esfuerzo por invocarlos.

El libro Loquitas pintadas, de Ignacio Trejo Fuentes, incluye una crónica en la que a un hombre se le atora una espina de pescado. Corre adonde está su mujer y muere en sus brazos. Desde que la leí, hará cosa de veinte años, nunca he vuelto a comer pescado sin acordarme de la dicha crónica. Ahora como pescado con una precaución y un temor que otrora no tuve.

Por mera conexión parolista, ponerle mermelada a un pan o a una crepa se ha vuelto una experiencia dostoievskiana, pues invariablemente invoco al trágico Semion Zajarovich Marmeladov, que habría de morir tras ser atropellado por un coche de caballos, y a su lastimosa mujer, Sofía Semionovna Marmeladova, a quien recuerdo sobre todo en la escena en que pone a bailar a sus niños para que les den una moneda. Dado que bailan “Mambrú se fue a la guerra”, también pienso en ella cada vez que alguien mienta la canción.

Sancho Panza me viene con mucha frecuencia por sus múltiples proverbios y su sabiduría rústica. También pienso en él cada vez que me inquietan ciertos asuntos gástricos que prefiero no mencionar. La semana pasada estaba preparando un conejo. Cuando le corté la cabeza me vino la imprecación del buen Sancho: “La cabeza cortada es la puta que me parió, y llévelo todo Satanás”. Y, por supuesto, siempre que como con hambre me digo sanchescamente que el hambre es la mejor salsa.

Sin salirme del libro de Cervantes, hace poco comí un insufrible bacalao, y recordé ese “mal remojado y peor cocido bacalao” que le sirvieron a don Quijote en la venta que él creyó que era castillo, de donde también saqué que “la ternera es mejor que la vaca, y el cabrito que el cabrón”.

Ciertas conexiones son más obvias e inevitables: como comer una magdalena y pensar en Proust. Esto lo hace incluso cierta gente que no ha leído En busca del tiempo perdido. Lo curioso es que, mientras la magdalena le traía recuerdos a Proust, a nosotros la magdalena nos recuerda a Proust, pues para un mexicano remojar una magdalena nada tiene que ver con la infancia, sino con Proust.

Cuando tengo el estómago vacío al punto de no tener otro deseo que comer, me surgen esas palabras en el evangelio de Mateo que son bellas por ingenuas: “Y después de haber ayunado cuarenta días y cuarenta noches, tuvo hambre”.

Si me sirven un caldo donde flotan carnosidades no identificadas pienso en Crónica de una muerte anunciada. No sé si exista la sopa de crestas de gallo, pero yo sueño con comerme una.

Nunca me han gustado las manzanas porque no me gusta el ruido, pero cuando escucho a alguien comerse una, no pienso en Adán y Eva sino a la que se le incrustó a Gregorio Samsa en el costado y acabó por matarlo.

Imposible abarcar en el espacio de esta columna las incontables formas en que se aparecen los libros en la vida cotidiana. Apenas comenté algunas que surgen por motivos gastronómicos. Mas lo cierto es que los libros se manifiestan en la mesa, en la cama, en la calle, en la cantina y en todas partes. Y sea donde sea, sea como sea, son bienvenidos.

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