viernes, 20 de junio de 2014

Lloricones

Allá en los años setenta los balones de futbol eran todavía de cuero. Recién sacados de la tienda tenían algún barniz o pintura que les evitaba absorber el agua, pero en los llanos solíamos utilizar balones ya muy pateados, a veces comprados de segunda mano en algún “hospital de balones”. Antes de comenzar el partido, los equipos proponían uno o dos cada uno y entre los capitanes se ponían a rebotarlos, a comprobar su redondez, su peso, presión, y elegían uno. En mi opinión siempre optaban por un balón demasiado inflado. Quizás elegir uno que no semejara una piedra era acto de poca virilidad. 

Además, jugando a veces bajo un calor de cuarenta grados en el mediodía regiomontano, la presión del esférico aumentaba de acuerdo con la ley de Gay–Lussac. 

Había una película en la que Pelé aclaraba cómo debían cabecearse dichos balones para no sufrir una contusión. Si uno deseaba apenas peinarlo, seguro perdía un mechón de cabellos entre las irregularidades de la piel de vaca. 

Los pivotes eran inevitablemente defectuosos y dejaban escapar aire. Al medio tiempo había que reinflar las pelotas. 

En cambio, para un portero aquellos balones eran más fáciles de manejar que los sintéticos de hoy. Su rugosidad los hacía más fáciles de agarrar; su peso evitaba que hicieran extraños movimientos con cualquier corriente de aire. 

En aquellos años me gustaba jugar de portero. Quizás era un acto de haraganería porque entonces los porteros casi no corrían. La pasaban muy cerca de la línea de meta. Salir más allá del área era una aventura irresponsable. La FIFA no había prohibido que se tocara el balón con las manos cuando venía de un compañero, así que en cualquier situación de mediana dificultad uno gritaba ¡portero! y el defensa me lo retrasaba para que yo lo abrazara y luego lo despejara. 

La vida de un portero era feliz. A menos que lloviera. Entonces el balón se convertía en un obús capaz de noquear. 

En cierta ocasión cayó un chubasco. La esférica cuadruplicó su peso. Se presentó una jugada en la que alguien remató de volea a boca de jarro y el portero Toscana atravesó el brazo para detener el inminente gol. El antebrazo me quedó en forma de L. “Creo que me lo torcí”, dije. El partido continuó con otro portero. Yo me fui caminando a casa bajo la lluvia. Fue hasta la noche cuando mi madre me llevó al hospital. 

Lo que más procuré en todo momento fue ocultar el dolor. Que nadie vaya a decir que lloriqueo por un brazo roto. Eso era lo más natural. En cualquier situación deportiva o de pleito callejero lo esencial siempre fue ocultar el dolor. 

En mi carrera de futbol llanero vi severas patadas, sangre, moretones, cabezazos, puñetazos, fracturas, pero nunca vi a un lloricón. Y es que parte de practicar cualquier deporte es demostrar hombría o valentía, así sea de manera inane. 

¿Por qué el futbolista habría de comportarse como una doncellita, cosa que no hacen los boxeadores, luchadores, jugadores de rugby o futbol americano o de cualquier otro deporte?

Antes de que el futbol profesional pierda su hombría por completo, la FIFA tendría que considerar tarjetas amarillas y rojas para comportamientos de lloriqueo extremo. Al principio, cada equipo terminaría con dos jugadores; pero luego se acostumbrarían al nuevo reglamento, pues hasta los niños pequeños aprenden a no chillar.

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