viernes, 11 de abril de 2014

Guerra vitalicia

La visión menos glamorosa de la guerra  la dan los lisiados. Estos abundaron en la Primera Guerra Mundial y por esas fechas se publicaron algunos manuales sobre qué hacer con estos héroes lisiados. La patria no podía ser tan desagradecida como para no ocuparse de ellos.

Muchos campesinos sin piernas o brazos ya no pudieron ocuparse del campo y entonces hubo que 
adaptarlos a oficios vagamente industriales o como elevadoristas. La fabricación de prótesis se multiplicó más que en ninguna otra época.

Joseph Roth nos cuenta en su novela La rebelión la historia de un lisiado. Comienza por 
hablarnos de los heridos en el hospital al fin de la guerra.

“Ahora se preparaban para la siguiente guerra: contra el dolor, contra las prótesis, contra la invalidez, contra los jorobados, contra noches de insomnio, contra los sanos y 
robustos”.

Su personaje, Andreas Pum, se siente contento porque solo perdió una pierna. De cualquier modo finge tener neurosis de guerra para que lo declaren incapacitado. Consigue una licencia de 
organillero y así se gana la vida. Acaba por pensar que le hace un gran servicio a la patria, en especial cuando toca el Himno Nacional.

Una visión más negra del lisiado la da Erich María Remarque. En sus novelas De  regreso y El obelisco negro. En ésta última nos narra una protesta de mutilados que consideran insuficientes sus pensiones.

“Esta legión lastimera la encabeza, sobre un carrito, un tronco con una cabeza. Ni brazos ni piernas. No puede discernirse si el hombre al que perteneció ese tronco fue alto o bajo. Ni por los hombros puede uno discernirlo. Los brazos fueron amputados tan a ras de los hombros que no dejó espacio para la prótesis. Tiene el hombre la cabeza redonda, los ojos castaños muy vivos, está cuidadosamente rasurado y lleva un bigote recortado. El carrito, más exactamente una tabla provista de ruedecitas, es llevado por un manco. El amputado se mantiene muy erguido, y está alerta y no pierde detalle de todo lo que ocurre a su alrededor. Detrás de él desfilan los amputados de las dos piernas, en sus sillones de ruedas dobles que manejan con sus manos. Los delantales de cuero que, usualmente, ocultan sus muñones, están hoy replegados. Pueden verse muñones. Para ello se han arremangado cuidadosamente los pantalones. Siguen a éstos los amputados con muletas. Son las siluetas tan extrañamente distorsionadas que uno ve con tanta frecuencia: dos rectas muletas con un cuerpo retorcido entre ellas. A continuación los ciegos y los tuertos”.

La escena parece sacada del grabado de Otto Dix, pero lo cierto es que tanto la escena como el grabado salieron de la vida real. Una vida real tan cruda que por eso en épocas hitlerianas la obra de Otto Dix se consideró arte degenerado y los libros de Remarque pararon en la hoguera junto con los de Roth. Por esas fechas, Remarque se retiró a su plácida villa en Suiza. Dix perdió su trabajo en la universidad y hubo de pelear en la Segunda Guerra. Roth optó por una festiva y melancólica muerte a los cuarentaicuatro años.

A los muertos les levantaban monumentos. Les dedicaban discursos. A los lisiados había que ocultarlos a pesar de ser quienes se echaron la guerra a cuestas por el resto de sus días. 

1 comentario:

  1. recordé al guardián del panteón, en su carriola, maldiciendo a Miguel Pruneda..

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