viernes, 4 de abril de 2014

Tres ojos para la guerra

Ahora que se van a conmemorar los cien años del inicio de la Primera Guerra Mundial, no está de más echarle un ojo a varios de los muchos libros que se ocupan de ella. El que quiera perder el tiempo, también puede ver una película.

En los libros de historia, la parte más interesante suele ser desde el prólogo hasta el momento en que se enfrentan los ejércitos. Ningún historiador omite el azaroso día en que Gavrilo Princip asesina al archiduque Francisco Fernando de Austria, pero de ahí en adelante tendrá una visión particular sobre la manera en que este evento precipitó la historia.

Las intrigas entre emperadores, zares, primeros ministros y presidentes, decisiones de aliarse con tal país, despertares nacionalistas, grupos opositores a la guerra, revoluciones comunistas en el horno, la visión de la guerra como un instrumento natural de la política, deseos y revanchas territoriales son la arena natural de los debates entre historiadores.

El desplazamiento de tropas, los enfrentamientos a bombazos, gases y balazos, pierden en la historia cierta dosis de valor polémico y en cambio se acomodan en el terreno de lo testimonial o estadístico.

Esta parte es la favorita del cine. Ahí se gastan medio presupuesto en recrear las explosiones, convertir a cien extras en cien mil y hacer correr a los actores entre gritos de angustia, frases de valor y lamentos de muerte. Nunca ha de faltar la escena del hombre que pierde las piernas tras una explosión. El director se siente orgulloso de los efectos especiales y la sala de cine de sus estruendosas bocinas.

La novela se ubica entre estos dos mundos. No habla de las Fuerzas Expedicionarias Británicas, sino de un soldado de estas fuerzas. Si la historia habla sobre las órdenes del general Haig, la novela relata las miserias de un soldado que hubo de cumplir con dichas órdenes. Mientras el cine se regodea en la violencia de batalla, la novela trata de adentrarse en las emociones y pensamientos del soldado ante la metralla. Lo ensordecedor se troca por el silencio.

Ahora estoy leyendo 1914 El año de la catástrofe, de Max Hastings. Los subrayados que hago no son de historiador sino de novelista. Por ejemplo, en dos líneas el autor cuenta que siempre había el modo de llevarse los cadáveres de los soldados, pero nadie se ocupaba de los caballos muertos. De esa línea sale un capítulo para una novela. Un hombre camina entre los despojos de quinientos caballos. Quizás da el tiro de gracia a los moribundos, o reflexiona sobre la cultura europea que considera una barbaridad comer esa carne.

La historia cuenta que los franceses iniciaron la guerra con vistosos uniformes rojiazules, mientras los alemanes se supieron disimular con una mezcla de tonos de pasto, tierra y horizonte. El gobierno francés comprendió el error y mandó de inmediato a fabricar cientos de miles de uniformes más discretos. También es novelesco convertir este detalle en una conversación entre dos soldados que se saben casi con un letrero que dice “aquí estoy” a los tiradores alemanes, criticar a un gobierno que pensó más en la gloria napoleónica que en salvarles el pellejo.


Cada ojo persigue algo distinto: la historia, la verdad; la novela, lo humano; el cine, los dólares.

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