viernes, 10 de enero de 2014

Boleia de Eusébio


Una tarde de hace treintaiocho años, cuando era regio, me paré en la esquina de Mississippi y Chipinque, y me puse a pedir aventón. Se detuvo un auto, bajó el cristal y de inmediato reconocí al conductor. Era Eusébio.

Casi había olvidado la anécdota. Pero hace un par de años publiqué una de mis novelas en Portugal. Cuando estaba por viajar a Lisboa, un periodista deportivo me entrevistó telefónicamente. Él quería relacionarme de algún modo con el mundo del citius, altius, fortius, así que le hablé de que en uno de mis libros aparecía un maratonista frustrado porque no pudo ir a las Olimpiadas de 1924. Le conté que en otra armaba una pelea de box entre Max Schmeling y el campeón polaco de aquellos días: un superviviente de Auschwitz llamado Antoni Czortek.

Cerca del final de la entrevista, el reportero me presionó un poco para que recordara alguna anécdota más interesante que mis propios libros. Entonces surgió el recuerdo.

Al llegar a Lisboa, volví a ver al periodista. Me enseñó la nota con un título que no comprendí: “Este escritor já apanhou boleia de Eusébio. No México!”, y noté que había una serie de detalles que yo no mencioné ni recordaba. Como el modelo del automóvil.
“¿De dónde sacaste esto?”, le pregunté.
“Hablé con Eusébio”, me dijo. Por supuesto, la Pantera Negra no recordaba el hecho. Apenas dijo que a veces se detenía a dar aventón, o boleia, como entonces aprendí que se dice en Portugal.

La nota facilitó el trabajo de la encargada de prensa en la editorial, pues ahora me querían entrevistar todos los medios. Radio y televisión incluidos. Pero, claro, nadie quería saber nada sobre mi libro.

Entre tanta pregunta llegué a decorar la anécdota con un poco de esa ficción con la que los novelistas llenan los vacíos de memoria, pero sin llegar al terreno de lo que se llamaría una vil mentira. Y es que sentía cierta fascinación por el significado de lo que estaba ocurriendo. Eusébio se habría topado de modo accidental y superficial con millones de personas, y yo estaba en Portugal diciendo a los medios que Toscana era uno de esos tantos que recordaban a Eusébio sin que Eusébio los recordara.

Sentí también fascinación y envidia por el modo en que un balón puede construir ídolos mucho más sólidos que las letras. Si Vargas Llosa se saca una foto con Edson Arantes do Nascimento, muchos preguntarán ¿quién es ese señor con Pelé? Juan Villoro y Copérnico tienen razón sobre la redondez de lo divino.

Ahora que escribo esto, me vino otro par de recuerdos. Por aquellos mismos mediados de los años setenta, me topé con Evanivaldo Castro “Cabinho” en una gasolinera y jugué una cascarita con Milton Carlos. Imposible que uno y otro dieran a los eventos la importancia que yo les asigné.

Muchas veces he utilizado esta columna para criticar que la gente dé tanta importancia al futbol. Pero hoy ando en actitud más humilde. Yo también fui del vicio. Y ahora que estoy en Polonia recuerdo cuánto admiré a Tomaszewski, Lato, Deyna, Szarmach, Zmuda y demás, y hasta siento nostalgia por la ansiedad que me daba la inminencia de un partido de mi equipo y la euforia con la que celebraba cada gol.


Hoy beberé vino portugués y escucharé un disco de Cristina Branco para reflexionar sobre lo que perdí o gané cuando dejó de atraerme el futbol y para brindar por el buen Eusébio da Silva Ferreira, con el que apanhei boleia.

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