viernes, 30 de agosto de 2013

Inverosímil

En mis años mozos, cuando asistía a talleres literarios, había un consejo que no fallaba: para que un relato funcione, debe ser verosímil. Nunca entendí eso. Si pedía explicaciones, el coordinador del taller se metía en vericuetos pseudofilosóficos que no decían nada.
Hoy ya no pregunto. Simplemente sé que la verosimilitud es un invento del lector insustancial, y que muchos escritores trabajan para ellos.
Don Quijote no es verosímil; además, está lleno de inconsistencias lógicas, de imposibilidades argumentales. Y sin embargo nadie puede bajarlo de su pedestal de obra maestra.
Cervantes ni siquiera establece el famoso pacto de credibilidad con el lector, pues de inmediato comienza con evasivas. No conocemos el nombre del lugar de la Mancha ni del hidalgo. Sabe que entre menos información nos dé, menos problemas va a tener para justificar su historia.
Esto habría sido un desperfecto para algún autor realista, que hubiese iniciado la historia años antes, cuando el joven hidalgo lee su primera novela de caballería, y la habría terminado cuando el caballero andante sale a su primera aventura. En medio habría muchas disquisiciones sicológicas para justificar la evolución de la demencia.
Así de espontánea como la locura de don Quijote, es la transformación de Gregorio Samsa. En la primera frase se convierte en un monstruoso insecto sin que tampoco exista tiempo para establecer un pacto.
Quienquiera que intentase volver este inicio más verosímil lo echaría a perder: “Durante una noche de sueño intranquilo, el eslabón fulano del ADN de Gregorio Samsa sufrió una extraña mutación que disparó la multiplicación de células con cromosomas alterados, las cuales habían transformado todo su organismo en pocas horas al punto de convertirlo en un monstruoso insecto de la familia de los escarabeidos”.
Pero aún si aceptamos esta metamorfosis, la verosimilitud exigiría que a más tardar en la página tres alguien rociara dicho animal con gasolina y le prendiera fuego. De querer alargar la historia, el tema sería “¿dónde está Gregorio?”, pues nadie de la familia supondría que él era el bicho ni tampoco pensaría que hubiese sido devorado sin dejar rastro.
De Shakespeare ni se diga, hay que acercarse a él más a través de la música que comparándolo con la “vida real”. Mucho nos revela de la realidad, pero no a través del realismo. Sin el espíritu del arte, Hamlet sería caricaturesco. Y por el mismo camino irían sus otros dramas.
La invitación a leer no viene por la verosimilitud sino por la seducción. El verdadero lector sigue la belleza, la intensidad, el ingenio, la sorpresa, la pasión.
¿Acaso alguien rechazaría una noche con una hermosa y apasionada mujer solo porque no alcanza a creerle del todo?
Así que en estos tiempos de escritores salidos de talleres literarios, más vale borrar de las leyes el asunto de la verosimilitud, o nos iremos alejando cada vez más del arte en un intento por cortejar a las imaginaciones tibias. 

jueves, 22 de agosto de 2013

Letras vivas y muertas

En su Kaputt, Curzio Malaparte nos cuenta la manera en que un coronel nazi pone un examen de lectura a 118 prisioneros soviéticos. Les da algunos ejemplares atrasados de Izvestia y Pravda y va evaluando sus habilidades lectoras en grupos de cinco. Los separa en dos grupos: a la izquierda van los que no saben leer o leen muy mal; a la derecha, quienes vocean el texto sin dificultad. Al paso de unas horas, tiene 87 reprobados y 31 aprobados, y manda fusilar de inmediato a los buenos lectores.
Algo parecido hicieron los soviéticos con quince mil polacos de buena educación. Los consideraron peligrosos por sus letras, así que los llevaron al bosque de Katyn y les volaron los sesos. Apenas unos cuantos se salvaron, entre los que por suerte estuvo el pintor y ensayista Jósef Czapski.
Conocedor de esto, no es extraño que Ryszard Kapuściński haya iniciado su Viajes con Heródoto con la historia del tirano Periandro, que envía un embajador a visitar al viejo dictador Trasibulo con la pregunta de “¿qué hacer para mantener a la gente en permanente estado de miedo y sumisión rayana en la esclavitud?”.
Trasibulo, en vez de articular una respuesta, lleva a su visitante a un sembradío, donde se pone a “descabezar las espigas que entre las demás veía sobresalir, arrojándolas de sí luego de cortadas”. Aunque el embajador no capta el mensaje, Periandro lo entiende perfectamente y ordena matar o desterrar a todos los ciudadanos sobresalientes de su Estado.
Estos y otros desmanes no evitaron que Periandro fuera incluido entre los Siete Sabios de Grecia.
Si continuara con otros ejemplos, parecería que estoy haciendo una oda a la ignorancia. Más vale no saber leer, más vale no educarse, mejor no sobresalir. Viva la mediocridad que nos da larga vida.
Me gustan más las crónicas de Plutarco. Él cuenta que tras la derrota de los atenienses en Siracusa, muchos fueron ejecutados o vendidos como esclavos o puestos a trabajar forzadamente en las canteras. Sin embargo, pronto obtuvieron su libertad quienes conocieran de memoria alguna parte de la obra de Eurípides. Estos libertos volvieron a su tierra y abrazaron muy agradecidos al poeta, contándole cómo sus versos se habían convertido en el pasaporte a la libertad.
Eurípides también vino al rescate de un barco perseguido por piratas. La nave llegó a la bahía de Siracusa, donde se le negó la entrada. Pero luego las autoridades lo pensaron dos veces y preguntaron si alguno de la tripulación podía recitar de memoria a Eurípides. Ante la respuesta afirmativa, el barco obtuvo el salvoconducto.
Si tengo que hurgar en miles de años de historia para encontrar un puñado de ejemplos en los que el saber mata y otro tanto en los que el saber da la vida, supongo que no puedo argumentar que una u otra cosa sean peligrosas o vitales hoy día, al menos no en una seudodemocracia laica.
Y sin embargo, me gustaría pensar que con un cañón de pistola en la cabeza alguien pudiese recitar un poema de Villaurrutia y que esa fuese precisamente la razón por la que el gatillo se oprimiera o no se oprimiera.

viernes, 16 de agosto de 2013

El ser y la nada

Mientras usted lee estas líneas, Toscana estará recorriendo algún bosque o montaña en su bicicleta. Va de Varsovia a Udine, la tierra de Tina Modotti. Mientras llenaba las alforjas de su velocípedo, pensó en aquel cuento de Tim O’Brien: “Las cosas que llevaban”, una obra maestra que nos narra un fragmento de guerra y varios fragmentos de vida mientras nos cuenta lo que cada soldado carga en su mochila.
Las cosas que lleva Toscana difícilmente darían para armar una obra literaria. En orden alfabético: bomba de aire, botellas de agua, café, calcetines, dos calzones, cámara de repuesto, dos camisetas, carpa, casco, chamarra, cepillo de dientes, comida, herramientas y refacciones, libreta y pluma, mapas, navaja, pasta de dientes, saco de dormir.
Esto no es una estancia en la tradicional isla desierta, pero igual llega el momento en que Toscana debe elegir el libro que habrá de acompañarlo.
Ya una vez, cuando fue de Monterrey a Batopilas, llevó su amado Don Quijote. Fue un error. El libro era pesado y voluminoso. Terminó la aventura en desventura: despaginado, mojado, asoleado, ajado, estropeado. Tan maltratado como el Caballero de la Triste Figura.
Esta vez eligió un libro que ya lo había acompañado en una caminata por la Selva Negra: Las preguntas de los grandes filósofos, en el que el sabio Leszek Kolakowski repasa con don de síntesis las principales inquietudes de treinta filósofos, que en épocas van desde Heráclito hasta Heidegger.
Es el libro ideal para quien sabe estar solo. Para ser precisos, se trata de una edición Penguin de bolsillo en inglés, inglesa; no gringa, porque los gringos, por razones de espacio, comerciales o de censura, echaron del libro a siete filósofos: Aristóteles, Plotinio, Meister Eckhart, Nicolás de Cusa, Thomas Hobbes, Martin Heidegger y Karl Jaspers.
La justicia, el ser y la nada, el tiempo, la posibilidad del conocimiento, el significado de las palabras, el bien y el mal, la muerte, si dios o no, la muerte, la muerte, si de veras el pensamiento es prueba de existencia, el origen de todo, el porqué del sufrimiento, otra vez la muerte y tantas cosas en las que tenemos dos mil quinientos años pensando sin poder alcanzar conclusiones.
La eterna pregunta: ¿Por qué el ser y no la nada?, o bien, ¿Por qué hay algo en vez de nada? Los que creen en dios, la responden con teología. Los científicos, ni siquiera la formulan. Los filósofos nacieron para ella.
Por las noches, en un claro de algún bosque, lejos de las luces de la ciudad, Toscana podrá ver un cosmos antiguo y luminoso. Entonces pensará en Kant, cuando dijo: “Dos cosas llenan mi alma con cada vez más admiración y asombro: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mi interior”.
Entonces Toscana se hará su pregunta recurrente: ¿Por qué me dediqué a la literatura y no a la filosofía? Y se responderá como siempre: Porque la novela es un modo de filosofar. Lo mismo al escribirla que al leerla. ¿Verdad que sí, Karamazov?

Y dado que el destino es Italia, al otro lado de los Alpes, Toscana no se olvidó de echar en sus alforjas una botella de Montepulciano d’Abruzzo y otra de Negroamaro. Porque lo cierto es que no viaja solo. Va con treinta de los hombres más brillantes que han pisado esta tierra. ¿Y cómo sentarse a conversar con ellos sin una copa de vino?

viernes, 2 de agosto de 2013

¿Quién es Laura Palmer?

Una vez miré a gente mirando un programa de concurso en el que a cierto hombre culto le hacían preguntas sobre los godos, la órbita de Júpiter, la vida de Leibniz y la escritura cuneiforme. En cada caso, el hombre iba respondiendo correctamente ante la mirada indiferente de los espectadores. Pero cuando el concursante no supo el nombre de la actriz que estelarizó cierta telenovela, todos se pusieron a gritar: ¡Imbécil! ¡No es posible! ¡Qué ignorante!
Sobra la gente que se pasa media vida viendo la televisión. Es natural que acumulen un conocimiento casi erudito sobre actrices y actores, tramas, lugares comunes, distintas versiones de una misma historia y una millonada de comerciales.
En cuanto a bits de información guardados en el cerebro, quizá los teleadictos puedan equipararse al de un ávido lector de clásicos. Y así como alguien puede hablar de Raskólnikov, otro podrá hablar de Rosita la Pobrecita o como se llame el personaje de una serie. Así como alguien conoce la vida de Cervantes, habrá quien conozca la de Luis Miguel. Alguien dirá que Madame Bovary es un tremendo chisme sobre una tal Emma, ¿entonces qué hay de malo en saberse todos los chismes de la farándula?
Salvo en mi infancia, nunca tuve una relación muy cercana con el televisor, y hace ya once años que me deshice por completo de él. Eso me ha causado en varias ocasiones que me tilden de ignorante. A la gente le cuesta trabajo asimilar que jamás vi un episodio del Doctor House ni de los Soprano ni de tantas otras series que no menciono porque ni siquiera de nombre las conozco.
Hace poco un editor argentino comentaba que publica una serie llamada “Laura Palmer no ha muerto”. Muy espontáneamente pregunté quién era la tal Laura. Se dio primero un silencio en la mesa y luego comenzaron los anatemas. Yo estaba obligado a conocerla.
Pero nadie está obligado a leer a Bertrand Russell.
La cultura es situacional. Si me siento en una mesa con apasionados de literatura rusa, tendremos una enriquecedora conversación.
En cambio, si me siento con genetistas pensarán que soy un ignorante. La misma opinión sobre mí tendrán los entusiastas televidentes. Con una diferencia: yo guardaría silencio mientras disfruto la charla de los genetistas. En cambio los otros memos me matarían de aburrimiento.
Leibniz fue el último hombre que dominó todos los conocimientos de su época, o al menos eso aseguran algunos de sus biógrafos. Hoy esto sería imposible por dos razones: en primer lugar desde 1716 el ser humano ha desarrollado tantas áreas de conocimiento que la excelencia se alcanza solo a través de la especialización, y en segundo, hoy hay un exceso de distractores. Leibniz no perdió un solo minuto de su vida mirando la tele ni vio un solo infomercial ni contempló a veintidós iletrados paseando una pelota de fútbol ni mucho menos estuvo atento a las entrevistas en que estos iletrados no dicen nada.
Toscana está muy lejos de poseer el cerebro de Leibniz, y ni aún viviendo en el siglo XVIII se acercaría a la universalidad. Razón de más para mantener vacante ese altar donde tantos adoran al dios de la pantalla plana.