jueves, 22 de agosto de 2013

Letras vivas y muertas

En su Kaputt, Curzio Malaparte nos cuenta la manera en que un coronel nazi pone un examen de lectura a 118 prisioneros soviéticos. Les da algunos ejemplares atrasados de Izvestia y Pravda y va evaluando sus habilidades lectoras en grupos de cinco. Los separa en dos grupos: a la izquierda van los que no saben leer o leen muy mal; a la derecha, quienes vocean el texto sin dificultad. Al paso de unas horas, tiene 87 reprobados y 31 aprobados, y manda fusilar de inmediato a los buenos lectores.
Algo parecido hicieron los soviéticos con quince mil polacos de buena educación. Los consideraron peligrosos por sus letras, así que los llevaron al bosque de Katyn y les volaron los sesos. Apenas unos cuantos se salvaron, entre los que por suerte estuvo el pintor y ensayista Jósef Czapski.
Conocedor de esto, no es extraño que Ryszard Kapuściński haya iniciado su Viajes con Heródoto con la historia del tirano Periandro, que envía un embajador a visitar al viejo dictador Trasibulo con la pregunta de “¿qué hacer para mantener a la gente en permanente estado de miedo y sumisión rayana en la esclavitud?”.
Trasibulo, en vez de articular una respuesta, lleva a su visitante a un sembradío, donde se pone a “descabezar las espigas que entre las demás veía sobresalir, arrojándolas de sí luego de cortadas”. Aunque el embajador no capta el mensaje, Periandro lo entiende perfectamente y ordena matar o desterrar a todos los ciudadanos sobresalientes de su Estado.
Estos y otros desmanes no evitaron que Periandro fuera incluido entre los Siete Sabios de Grecia.
Si continuara con otros ejemplos, parecería que estoy haciendo una oda a la ignorancia. Más vale no saber leer, más vale no educarse, mejor no sobresalir. Viva la mediocridad que nos da larga vida.
Me gustan más las crónicas de Plutarco. Él cuenta que tras la derrota de los atenienses en Siracusa, muchos fueron ejecutados o vendidos como esclavos o puestos a trabajar forzadamente en las canteras. Sin embargo, pronto obtuvieron su libertad quienes conocieran de memoria alguna parte de la obra de Eurípides. Estos libertos volvieron a su tierra y abrazaron muy agradecidos al poeta, contándole cómo sus versos se habían convertido en el pasaporte a la libertad.
Eurípides también vino al rescate de un barco perseguido por piratas. La nave llegó a la bahía de Siracusa, donde se le negó la entrada. Pero luego las autoridades lo pensaron dos veces y preguntaron si alguno de la tripulación podía recitar de memoria a Eurípides. Ante la respuesta afirmativa, el barco obtuvo el salvoconducto.
Si tengo que hurgar en miles de años de historia para encontrar un puñado de ejemplos en los que el saber mata y otro tanto en los que el saber da la vida, supongo que no puedo argumentar que una u otra cosa sean peligrosas o vitales hoy día, al menos no en una seudodemocracia laica.
Y sin embargo, me gustaría pensar que con un cañón de pistola en la cabeza alguien pudiese recitar un poema de Villaurrutia y que esa fuese precisamente la razón por la que el gatillo se oprimiera o no se oprimiera.

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