sábado, 28 de septiembre de 2013

Fantasía

Nada me echa a perder tanto el desayuno como que alguien me quiera contar un sueño. Por interesante, significativo o vívido que le parezca a la otra persona, prefiero que me dejen untar la mantequilla en paz.
Digamos que en una reunión familiar un primo o cuñado dice: “Les voy a contar algo que no me ocurrió, pero hagan de cuenta que les digo la verdad”, y se lanza a relatar que quisieron asaltarlo, pero él golpeó a los criminales y los hizo poner pies en polvorosa, y para colmo pretende alargar su narración hasta varias horas con detalles sobre la luz del sol en ese atardecer. Creo que muy pronto perdería la atención de sus parientes.
Pensemos que en el noticiero nocturno el conductor confiesa en un arranque de sinceridad: “Damas y caballeros, hoy redactamos noticias al capricho de nuestros patrones, así que no esperen la acostumbrada desinformación sino francas mentiras”. El rating iría a la baja. Creo.
¿Por qué, entonces, hay gente que quiere enterarse de las aventuras de un caballero andante que no existió o de un estudiante de San Petersburgo que asesina a una prestamista si ni el estudiante ni la prestamista existieron? Ni los Buendía ni Macondo existieron, ¿entonces por qué han de interesarnos cien años de peripecias de la susodicha familia?
La respuesta es digna de varias páginas o varios libros, pero no nos hace falta a los que amamos la literatura. Y sin embargo, una mayoría de personas diría: “Es que a mí no me interesan ni los tales Buendía ni el señor don Quijote. No me gustan las ficciones. Prefiero la realidad”.
No saben que la ficción puede ser el mejor de los mundos. Suele ser más emocionante, reveladora y, a veces, más real que la realidad.
Imaginemos que hay una lata vacía de cerveza en cierta calle sin tráfico. Yo me coloco en la banqueta entre dos árboles y le pido a otra persona que patee la lata.
Solo alguien con el alma muerta pensará: “He aquí que estoy en la calle pateando una lata de cerveza hacia Toscana”.
Lo normal es que imagine una portería entre los árboles, que Toscana se convierta en un guardameta, la lata en un balón y la calle en Maracaná durante la final de la copa mundial en el último minuto cuando el partido está empatado.
A quienes abogan por la realidad suelo ponerlos a prueba con la siguiente fábula:
Supongamos que se aparece el diablo y te ofrece una noche con una mujer espectacular, bellísima y amante perfecta. Pero, advierte el diablo con su costumbre de meterle un truco a todo lo que propone, al día siguiente no vas a recordar nada.
O bien, dice el diablo, te ofrezco que nada ocurra, pero te meteré a esa mujer y esa erotiquísima noche en forma de recuerdo y siempre creerás que en verdad ocurrió.
En este caso, aún quienes desairan las ficciones, suelen elegir la ficción.
Vaya uno a saber qué hay en eso que llamamos fantasía, pero a los niños les gusta tenerla en la cabeza. Y los niños son felices.

Y algo de esa felicidad me toca cuando voy a la inexistente Comala de la mano del inexistente Pedro Páramo y atestiguo cosas que nunca ocurrieron.

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