viernes, 20 de septiembre de 2013

Falso y verdadero

El escritor argentino C.E. Feiling 
Hace años leí una reseña en el New York Times. No recuerdo de qué novela se trataba ni quien era el crítico, pero se me quedó grabado lo siguiente: El reseñista comienza hablando bien de la trama y los personajes, menciona cuánto le estaba interesando la historia ubicada en Nueva York. Luego comenta que el personaje viajaba en la línea tal del metro y hace un trasbordo a la línea fulana.
“¡Cualquiera sabe que entre esas dos líneas no hay correspondencia!”, comenta el reseñista pobre diablo. “A partir de ahí, ya no disfruté la novela, no podía quitarme de la cabeza esa pifia o mentira.”
La mentecatez del crítico es magna. Con esos criterios, La última cena de Leonardo da Vinci sería una porquería porque así no era como se cenaba en la época de Cristo o porque el Cristo parece más italiano que judío. Y ni se diga de tantas crucifixiones que buscan más una expresión estética del dolor que una realidad histórica. Mi favorita, la de Mantegna, está muy alejada de una intención documental o histórica.
Y sin embargo, los historiadores y críticos mentecatos les están ganando la partida a los novelistas. Señalar un “error” en una novela es motivo de satisfacción para el lector y de suma vergüenza para el escritor. Umberto Eco habla de que cuando se tienen millones de lectores, siempre habrá algunos que tengan un dato que él no tuvo. Esta gente ociosa le ha recriminado que en El péndulo de Foucault su personaje no haya visto un incendio que justo en la fecha indicada en la novela ocurrió por tal y cual calle de París.
Más aún, son numerosos los escritores que se jactan de la investigación histórica que hicieron para poder escribir su novela.
El escritor argentino C.E. Feiling me contó que nunca terminaba de escribir una novela sobre Leopoldo Lugones porque siempre había más que investigar. Una vez que Feiling entrevistaba a William Golding le contó sus penurias y Golding le respondió: “¿Para qué investigas tanto? ¿Acaso no tienes imaginación?”. Muy pronto Feiling publicó la obra que parecía interminable: Un poeta nacional.
Que la imaginación y el arte le otorgue mayor autoridad a la historia tiene tres ventajas para el escritor: la primera es que hay más lectores dispuestos a leer verdades que fantasías; la segunda, que es más fácil tomar prestado de la historia que crear un mundo; la tercera, que un escritor puede encargar todo el trabajo duro a sus mancebos.
La ventaja para el lector es que puede hablar de lo que leyó con la suficiencia de un historiador. Haga usted la prueba. Lea La fiesta del Chivo y Cien años de soledad, y verá que la novela de Vargas Llosa le da mucho más material de conversación.
Nadie, excepto García Márquez, pudo contar la historia de Macondo; nadie, salvo Rulfo, nos pudo llevar de la mano a Comala; pero incontables autores, testigos o no, han narrado la vida en el Gueto de Varsovia.

En estos días en los que el autor se convierte en el embajador de sus propios libros, tendemos a olvidar que las novelas tienen un narrador, y que este narrador, por respeto al arte, tiene derecho de mentir, engañar, imaginar, soñar, enviar al drenaje las verdades históricas que le obstruyan la belleza. Y el autor no tiene por qué salir a la defensa de su narrador.

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