jueves, 3 de enero de 2013

De puercos y porquerías


Con la literatura nos gusta mostrar una exigencia que no tenemos con las otras artes. Dado que no podemos colgar un Van Gogh en nuestra pared, nos conformamos con un lienzo que hallamos en no sé qué bazar o que pintó la hija de no sé quién. Nos admiramos de cómo baila fulano, aunque comparado con Nureyev sea un monigote desarticulado. Podemos vivir en un departamento construido en serie sin lamentarnos de que no lo haya proyectado un arquitecto renacentista. Estamos dispuestos a ver cualquier babosada que nos manda Hollywood y en ese mundo subnormal hay quien considera que el simplón de Woody Allen es un genio. Ponemos alguna figurita de Tonalá sobre la mesa porque las piezas de arte se ven en los museos. Y con la música ni se diga; no tenemos empacho en escuchar la canción que se repite en la radio, así la cante una mujer con más pierna que voz.
No me ofende que la Feria de Aguascalientes se llene con música grupera, jamás pensaría que en vez de no sé qué cumbieros habría que presentar en los palenques a Cecilia Bartoli o Juan Diego Flórez, y en cambio quisiera desterrar los libros de autoayuda y otros bestsellers de las ferias del libro.
Al visitar a un pariente, tendré un juicio poco severo si en el comedor tiene una mala copia de La última cena y en el salón ostenta un cuadro de caballos desbocados bajo un cielo rojo, pero le perderé el respeto si en su exiguo librero tiene dos libros de Paulo Coelho, uno de Guadalupe Loaeza y otro de Gaby Vargas.
La moral es más estricta con los libros por varias razones. Primera: suele costar menos un clásico que un burdo contemporáneo. Si no tenemos millones de dólares para colgar un Velázquez, sí tenemos los pocos pesos necesarios para leer un Cervantes original.
Además, desde la desaparición de los salones literarios, la lectura se ha convertido en algo esencialmente personal. Así que no tenemos la excusa del otro. Si andamos ligando a una muchacha, podemos invitarla al cine o a bailar, incluso al museo o a la ópera. Pero en qué momento le llamaría el joven a la chica para decirle “esta noche te invito a leer Los Buddenbrook”?
Alguien dirá que para compartir la literatura está el teatro, y ha de tener razón. El buen teatro, con el lenguaje en papel protagónico. Ocurre que el teatro lo conozco mayormente en soledad y como texto, pues no me gusta ir a sitios donde hay más gente. Pero aún ahí se da la exigencia literaria y el que gusta del buen teatro no se pasa a las salas donde se presenta la última chabacanería de los actores de televisión.
Volviendo a la música: ésta nos la bombardean en bares, taxis y centros comerciales, en las aceras del centro y desde la ventana del vecino. Para cuando uno acuerda, ya está tarareando la rola de moda. En cambio, nunca he ido a un bar donde los altavoces disparen poemas de Efraín Huerta o Xavier Villaurrutia. Se me va la clientela, diría el propietario.
Así, en la lectura no tenemos la excusa del mínimo factor común. Si leemos porquería es porque los puercos somos nosotros. Pero ojo: leer perlas tampoco nos convierte por arte de magia en unas joyitas.

3 comentarios:

  1. Muy buena tu columna de hoy, como la gran mayoría, sólo no estoy de acuerdo en lo de Woody Allen, no es un genio, pero es un chingón, es simple, pero profundo, espero hayas visto todas sus películas, ya que su obra es diversa.

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  2. Perdón, me faltó decir otra cosa muy importante sobre el cineasta, Woody Allen nada tiene que ver con Hollywood, de hecho, si alguien reniega de este cine es él. Tu comentario me hace sospechar que no conoces mucho de Allen y quizá tampoco de cine o del cine estadounidense en particular.

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  3. Señor Toscana hasta que lo encuentro ! ya no lo vamos a poder leer a través del periódico Milenio? sería una pena , verdaderamente me regocijaba su columna, espero no se nos pierda de vista en este blog, SALUDOS

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