viernes, 28 de septiembre de 2012

Si yo fuera presidente



Si por alguna mala jugada del destino este diciembre amaneciera yo en Los Pinos, miraría con desolación los 2191 días que me quedaran por delante. Caramba, le diría a mi primera dama, ¿por qué no dejamos que ganara Quadri?
Luego de un café bien cargado, sostendría una reunión con mi gabinete. Me preocuparía notar que así, adormilado y diciendo sandeces, esa gente me miraría con atención y asentiría como si fuese yo una especie de gurú. Esto no me pasaba cuando era escritor, me diría, pues cualquier lector de medias luces solía criticar mis novelas y llenarme de consejos que nunca pedí.
A mi secretario de Educación le exigiría un plan ambicioso, pues le duplicaría el presupuesto. Al de Hacienda le diría que viera a qué dependencias vamos a castigarles el gasto para mandarlo a la SEP.
“No me importa ver las calles llenas de baches. Primero los estudiantes, luego los automovilistas. Y pon a los diputados a medio sueldo”.
Para no hacerme cargo de las cosas, les diría “Confío en ustedes”, y los despacharía a sus distintos ministerios. Apenas me viera solo, me pondría a buscar la biblioteca.
Una vez ahí, miraría con desilusión las colecciones empastadas en piel, señal de que no son libros para leer. En ningún estante hallaría algún clásico de la literatura. De inmediato tomaría una decisión: Voy a Gandhi.
Al dirigirme al metro Constituyentes, el jefe del Estado Mayor Presidencial me recordaría el esplendor de mi investidura. Acordaríamos mandar al chofer con una lista de compras. “Quiero Guerra y paz en pasta dura”. La lista sería larga. Aprovecharía que vivo del erario para comprar álbumes de arte y varios libros del Acantilado que nunca estuvieron al alcance de mi bolsillo. Por fin tendría toda la colección de Artes de México.
Inevitable sostener audiencias con gobernadores, líderes sindicales y senadores que me arrancarían más de un bostezo. Cuando viera entrar a mi chofer con las bolsas de Gandhi, dejaría a los políticos lamebotas con mi secretario particular. Me iría a la biblioteca a desparramar los libros nuevos. “Al fin, el álbum de Remedios Varo”. Tanto que me había dolido el codo cuando compraba los libros con el sudor de mi frente.
Esa noche convocaría a mis colegas escritores para que vieran cómo vive un presidente. “Bola de muertos de hambre”, les diría mientras les sirvo un Château Petrus. A los del Crack, el guardia les habría impedido la entrada. A mis amigos les daría becas. Al que más mal me cayera lo nombraría presidente del Conaculta.
Mi desinterés en la economía, en la política, nos llevaría a otro error de diciembre. Mi imagen caería al suelo, pero nada que no se pueda arreglar con un amplio gasto en imagen.
Al final de mi presidencia, habría ganado todos los premios literarios, excepto el Mazatlán. Habría muchos muertos más en México. También más pobres más pobres y menos ricos más ricos. Gobernadores más ratas. Mis discursos, más huecos que mi prosa. Mi doble presupuesto en educación se lo habría chupado el sindicato. Guerra y paz se quedó intacto en el librero.
Al final, me preguntaría lo mismo que puedo preguntarle a cualquier presidente que ha transado, arañado, matado y jalado cabellos con tal de ser presidente: ¿Para qué, señor presidente? ¿Para qué?

viernes, 21 de septiembre de 2012

El chocorrol


En febrero del 2006 paré un par de noches en el hotel Century de la Zona Rosa. Apenas entré en la habitación, me topé con una papeleta en el centro de la cómoda, la cual guardo como un documento preciado: “Estimado huésped: Disfrute de nuestra promoción. En la compra de dos malteadas le obsequiamos un chocorrol”.
Me sentí profundamente conmovido y mi mente novelesca me trajo tres imágenes. La primera tenía que ver con la reunión mensual de los ejecutivos del hotel.
“La gente sólo viene a desayunar al restaurante”, diría el gerente. “¿Qué podemos hacer para atraer más clientela?” Pensé en el proceso de deliberación, discusión y lluvia de ideas entre graduados de algún instituto de hotelería o licenciatura en turismo, entre meseros y amas de llaves hasta dar con el seductor perfecto: un chocorrol. ¿Cuáles serían, entonces, las ideas que se desecharon? ¿Qué antojadiza persona supuso que lloverían los clientes dispuestos a engolfarse dos malteadas con tal de obtener el empalagoso premio?
En la segunda escena hay incontables chocorroles en el mostrador. Nadie los toca.
En la tercera pude ver el restaurante al anochecer. Una pareja triste sorbía con popote sus malteadas. Miraban sin hablar el chocorrol al centro de la mesa. Quizás el hombre hubiese preferido una cerveza, pero eligió darle gusto a su mujer. ¿Quién se iba a comer el chocorrol? ¿Mitad y mitad? Habían pedido una vela en la mesa para dar luz a algún recuerdo de juventud. “¿Te acuerdas…?”, diría él. Ella miraba el chocorrol, a punto de llorar.
Aunque no supe meter ninguna de estas escenas en alguna de mis novelas, pues nunca he alcanzado tales niveles de sensualidad, sí compuse un pasaje en el que una pareja ha de enfrentarse a la idea de comer un pan esponjoso con betún rosado.
Quienquiera que la haya leído sabrá que me quedé muy lejos de poder transmitir la fragilidad de la condición humana sugerida en la papeleta promocional.
Me arrepiento de haber desdeñado la oferta. Si tuviese una segunda oportunidad, bajaría al restaurante cuando ya casi fuera hora de cerrar. Pediría las dos malteadas. Supongo que de vainilla y fresa, pues no me apetece el chocolate con chocolate. Es probable que el mesero, ante la nula respuesta de los clientes, olvidara traerme el chocorrol. Entonces yo sentiría una vergüenza enorme de recordárselo; si bien, al final lo haría. “¿No se le olvida algo, señor?”
“Ah, sí”, diría él, un poco turbado. “Su recompensa”.
Ahí, de cara a la pared, bebiendo un par de malteadas, decidiéndome a morder un chocorrol que no sería de marca conocida, sino elaborado por una mujer al borde de la desilusión, sin ganas de burlarme de mí mismo, habría comprendido algo sobre la vida y la muerte, algo que apenas intuyo leyendo a Dostoievsky, a Kafka, a Onetti. Morder ese chocorrol habría resultado en una epifanía, y entonces yo no sería un mero contador de historias sino, tal vez, un artista, y mis novelas dirían lo que no dicen y harían sentir al lector la sutil, la casi imperceptible distancia entre el ser y el no ser, entre el yo y la nada.

viernes, 14 de septiembre de 2012

El baño de mujeres


Los escritores no solemos ocuparnos de las necesidades fisiológicas de nuestros personajes. Si bien, hay muchas excepciones.
La mejor recordada es la penosa situación de Sancho Panza en aquel capítulo de los molinos de batán, cuando “le vino en voluntad y deseo de hacer lo que otro no pudiera hacer por él”. Así, en lo que exoneraba el vientre, don Quijote le pregunta si tiene miedo.
—Sí tengo —respondió Sancho—; mas ¿en qué lo echa de ver vuestra merced ahora más que nunca?
—En que ahora más que nunca hueles y no a ámbar —respondió don Quijote.
En el cuento “Como el mundo”, Jesús Gardea nos cuenta la historia de dos hijos que deciden dejar a su gordo padre encerrado en una letrina. El hombre sobrevivió ahí apenas un día, y “la noche siguiente, de madrugada, un soplo de viento nos trajo una hedentina atroz, como si se estuviera pudriendo el mundo entero”.
Luis Arturo Ramos se ocupa de la micción en su novela La casa del ahorcado, mientras que en Palinuro de México, Fernando del Paso dedica un buen tramo a necesidades más etéreas.
Luego de pasar hambre, Eric María Remarque relata en Sin novedad en el frente el afortunado encuentro de unos soldados con un lechón. “Pasamos una mala noche. Hemos comido demasiada grasa. La carne fresca de lechón recarga los intestinos. Es un continuo entrar y salir del refugio. Fuera hay siempre dos o tres hombres en cuclillas, con los pantalones bajados y blasfemando. Yo mismo he de salir nueve veces. Hacia las cuatro de la mañana batimos el récord: los once hombres, centinelas e invitados, estamos agachados fuera del refugio”.
Entre más pienso más ejemplos se me ocurren, al punto de que podría olvidarme de la primera frase de este texto. No he hecho un esfuerzo ensayístico para saber hasta dónde los escritores han considerado los asuntos fisiológicos o si lo han hecho de modo elegante o vulgar, lo que sí me consta es que los arquitectos lo han hecho muy mal.
Cada vez que paso por aeropuertos, centros comerciales, salas de exposiciones u otros lugares de reunión masiva, me topo con la misma escena: el baño de hombres está casi vacío, mientras en el de mujeres hay una fila para siquiera poder entrar.
Quienquiera que escriba los nuevos libros de arquitectura, ha de dedicar algunas líneas en el capítulo sobre baños con las siguientes indicaciones:
Las mujeres tienen más motivos para ir al baño que los hombres.
Las mujeres suelen asistir en mayor número a los sitios públicos.
Ellas requieren más espacio para realizar aquello que otro no pudiera hacer por ellas.
A ellas les toma más tiempo; eso lo sabe cualquier ingeniero que conozca el análisis de tiempos y movimientos.
Y sin embargo, el área que se asigna para uno y otro sexo suele ser la misma cuando, según mis cálculos, la equidad se alcanzaría en el tres por uno.
Mientras los arquitectos prefieran la simetría al funcionamiento, el asunto quedará en la inequidad. Si yo fuese arquitecto, queridas damas, buscaría el equilibrio. Pero sólo soy un poverino escritorzuelo.