viernes, 25 de julio de 2014

Conservador

Vocazione di San Matteo
Si Caravaggio hubiese vivido y pintado en México, sería igualmente considerado un maestro de la pintura. Sin embargo, en la misma situación, Jeff Koons apenas aspiraría a tener un puestecito en Tlaquepaque. Algunos nuevos ricos le comprarían sus cosas. Otros le pedirían el tradicional Cantinflas de barro en vez de su espantajo de Michael Jackson. Yo me pasaría de largo.

Si considero la historia del mingitorio de R. Mutt, al cual se le negó formar parte de la exposición de la Sociedad de Artistas Independientes, tengo que decir con sinceridad que yo también lo habría rechazado.

En Youtube aparece un video en el que el mero mero de arte contemporáneo de la casa de subastas Sotheby’s habla sobre la “Botella de Coca-Cola # 4”, de Andy Warhol. Cada vez que lo veo me río. Parece un acto de fino humor. Con ganas de inflarle el precio, el tal comerciante dice incontables banalidades con la seriedad de un crítico de arte. Y lo hizo bien, pues el lienzo del botellón acabó por venderse en más de treintaicinco millones de dólares.

Por suerte no soy sino un comedor de arte. Así, con total independencia de lo que digan quienes asignan las estrellas Michelin de la plástica, yo sé lo que me gusta y lo que me indigesta; y buena parte del arte contemporáneo me causa agruras.

Que Toscana es conservador. Que Toscana ya no aprende maroma nueva. Que Toscana se quedó con el ojo del siglo diecinueve. Cosas así he escuchado y quien me lo dice tiene razón.

Por suerte soy escritor y siempre he defendido la idea de que los artistas han de ser estrechos en sus criterios. Mentira que amemos la lectura, así como algo general. La literatura nos apasiona a tal punto que veneramos ciertos libros y despreciamos montones más.

Si fuese editor, tendría que mirar más allá de mi propio gusto. No fuera a ser como tantos que rechazan obras maestras o peor aún, como algunos que rechazan libros con enorme potencial de mercado. Como editor tengo la sospecha de que hubiese rechazado el Ulises de Joyce. Es una novela que aprecio, pero que llegó a mis manos ya con un aura de clásico y un aparato crítico. No respondo de lo que hubiese ocurrido si la hubiese conocido inéditamente.

Y ni se diga, si fuera director de un museo de artes plásticas tendría que abrirle las puertas a casi todo lo que me traigan. Alguien manda una horrorosa guadalupana desnuda para cierta bienal, y si yo la rechazo por horrorosa me dirán que la rechacé por desnuda. Además, ¿quién sería yo para hacer valer mis juicios? ¿Quién, el día de hoy, tiene derecho a decir qué es arte y qué no lo es?

Tal parece que nadie, cuando mira hacia fuera, cuando responde por otra gente, cuando una bola de mediocres lo puede lapidar en los medios sociales.

Pero en mi biblioteca privada y en la galería de mi imaginación solo existen las obras que me gustan. En mi dictadura privada he quemado libros, he censurado obras, he mandado a autores y artistas a la hoguera, he dinamitado galerías.

También he reclutado a unos ladrones de arte para que se roben Vocazione di San Matteo, del buen Caravaggio. Cuelgo el cuadro en la mayor pared de mi salón y paso horas mirándolo. Asombrado. Tembloroso. Feliz. Desamparado. Y me pregunto por qué, Dios mío, para descubrir tanta belleza hay que mirar en el pasado.

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