sábado, 23 de febrero de 2013

Si yo fuera Papa


Si por alguna razón resultara yo electo Papa en el próximo cónclave, supondría que el humo blanco viene de algo santo que se habrán fumado los cardenales. Pero con los votos a mi favor y el habemus papam de rigor, asumiría mi rol. Para entonces ya me habría yo puesto un nombre, quizá Toscanio Primero, aunque tal vez me obligarían a un mote de sucesión y entonces me volvería Urbano Noveno, para que suenen tres “no”.
En los primeros días olvidaría los asuntos del alma y me la pasaría admirando las obras de arte en el Vaticano, sobre todo las que no se exhiben para cualquier mortal. Luego firmaría un decreto de excomunión post mortem para Marcial Maciel.
A mi cabeza australopiteca nunca le han sentado sombreros, gorros ni boinas, por eso me sentiría ridículo cuando tuviera que andar con mitra, así estuviese decorada con oro y joyas. No aceptaría besos en la mano, pero sí que se arrodillen delante de mí.
Escribiría a la revista Forbes. Les entregaría las cuentas de mi banco y la estimación que hizo Lloyd’s sobre el valor de todas mis pinturas, esculturas y edificios, Basílica de San Pedro incluida, y a ver si en una de ésas le gano a Slim.
A mi operador financiero le pediría que me explique los tejemanejes del lavado de dinero. Negociaría el perdón de Visa y Mastercard.
Como flamante jefe católico, ya no estaría interesado en denunciar la pederastia de los curas, sino en ocultarla. Metería los libros del Toscana en el Index Librorum Prohibitorum para ver si al fin se agota una primera edición. Le pediría a Peña Nieto y Televisa que me organizaran una fastuosa visita a México, pero sin el macanazo que le dieron a Ratzinger.
Tomaría muy en serio las propuestas de los argentinos para canonizar a Maradona, pues más allá de la mano de dios, existen pruebas de sus milagros. Traerlo a mi molino tendría una razón política: competir con Josep Blatter, que regentea, al igual que yo, una organización dictatorial y monopólica, de jerarquía vitalicia y contabilidad oculta, que no acepta la crítica y ante la cual se someten pueblo y jefes de Estado por igual. Ah, pero qué daría yo por cada domingo tener tantos fieles como él.
Si bien, a mi favor debo decir que en los seguidores de Blatter hay una mayoría de hombres; y a mí me siguen sobre todo las mujeres. Cosa extraña, porque mis antecesores siempre las han maltratado.
A los pocos días de haberme convertido en el vicario de Cristo comenzaría a echar de menos mi vida anterior. Si me encontrara por los jardines de Castel Gandolfo a Benedicto XVI le diría “maledetto seccatore” u otro insulto aprendido en las óperas de Rossini. “¿Por qué diablos renunciaste, Herr Papst?”
Pero entonces, casi por accidente, daría con la cava vaticana. La mejor del mundo. El paraíso. Comenzaría modestamente con una empolvada botella de Romanée–Conti 1961, que sólo conocía por alguna novela de frívolos personajes. Lo serviría en una copa de cristal de Bohemia que algún emperador austriaco regaló a otro Papa del pasado. Y entonces sí, brindaría por la paz del mundo, la hermandad entre los hombres y el consuelo de los pobres diablos que nada tienen. Salud.

viernes, 15 de febrero de 2013

Cuando éramos adultos


Allá en los años treinta del siglo XIX, los chinos decidieron prohibir el tráfico de opio, que mayormente provenía de la colonia inglesa de la India. En respuesta, los ingleses mandaron su flota y bombardearon a los chinos durante tres años, hasta que los obligaron a abrir de nuevo sus fronteras al tráfico de estupefacientes. Esos sí eran narcos con poder.
Por aquellos días, ya había sido ampliamente leído el libro autobiográfico de Thomas de Quincey sobre su afición por el opio. Quienquiera que lo lea sin prejuicios sentirá un gran antojo de probarlo.
Pero más allá de consumirlo o no, la parte romántica del asunto es la libertad de comprarlo en cualquier farmacia. “Tres respetables boticarios de Londres… con quienes últimamente he adquirido pequeñas cantidades de opio, me aseguraron que la cantidad de consumidores aficionados… era inmensa; y ellos tenían dificultad para distinguir entre estas personas, a quienes el hábito les había vuelto necesario el opio, y aquellos que lo compraban para suicidarse”.
El opio era más barato que el alcohol y sus placeres, bastante superiores. “No creo que algún hombre, luego de haber probado los divinos lujos del opio, descienda después al burdo y mortal disfrute del alcohol.”
Para el fin de semana, las boticas saturaban los mostradores con granos de opio, previendo la demanda sabatina.
Compañero opiómano de De Quincey fue el poeta Samuel Taylor Coleridge. Luego de un sueño de opio, estaba escribiendo su obra maestra “Kubla Khan”, cuando tocó a la puerta una persona de Porlock. La última palabra de su poema incompleto es “paraíso”.
No es extraño que De Quincey termine su elogio al opio en una frase también paradisíaca: “¡Sólo tú otorgas estos dones al hombre; y tú posees las llaves del paraíso, oh justo, sutil y poderoso opio!”
Sin embargo, veamos cómo comienza esa apología al opio, pues ahí menciona algo que con el tiempo sería clave para su prohibición, junto con otros narcóticos: “¡O justo sutil, y poderoso opio”, comienza como termina, “que por igual a los corazones de ricos y pobres concedes un bálsamo sanador para las heridas que no cicatrizan y para las zozobras que tientan el espíritu a rebelarse…”.
Ahí está el asunto: ricos y pobres por igual.
Porque es mentira que haya una prohibición al consumo de las drogas. Simplemente se han encarecido. Y no hablo de los mercados negros, sino del que sigue llevándose a cabo en las farmacias. Conocemos el dicho: “Lo que en el rico es alegría, en el pobre es borrachera.” Hoy podemos decir: “Lo que en el pobre es droga, en el rico es medicina”, o llevado un paso más allá: “Lo que en el pobre es adicción, en el rico es tratamiento”.
Luego viene la otra mitad del libro. “Los dolores del opio”, se titula. Pero De Quincey ya no se muestra tan vivo o sincero como en la parte dedicada a los placeres. Por eso al final el texto resulta un encomio al opio.
Mi intención no es elogiar al opio, sino evocar aquella época en que se trataba a los ciudadanos como adultos y uno podía comprar lo que quisiera fumar, beber o comer para apaciguarse, estimularse o morir.

viernes, 8 de febrero de 2013

La misteriosa desaparición del responsable


El 12 de agosto de 1985, un Boeing 747 de Japan Airlines que iba de Tokio a Osaka, sufrió un grave desperfecto a los pocos minutos de vuelo. Los pilotos perdieron el control de la nave y ésta acabó por estrellarse en una montaña. Murieron 520 personas y cuatro sobrevivieron.
O más bien debería decir que murieron 521, pues el responsable de mantenimiento de la empresa se suicidó sin esperar las implicaciones legales del caso o el deslinde oficial de responsabilidades. Esta última muerte fue la que me hizo recordar siempre ese avionazo. Una muerte muy respetable.
Si bien Japón ya no ocupa el primer lugar en el índice de suicidios, sigue ocupando este puesto en el imaginario. Para eso están las historias de los samuráis, ahí está Yukio Mishima y los poemas de la muerte.
Pero más allá del valor de la vida en cada cultura, de los posibles castigos en el más allá, de los métodos, siempre me llamó la atención que con frecuencia leía en los periódicos alguna nota sobre un japonés que acometía algo que llamaré “suicidio de responsabilidad”.
Ahí donde un funcionario mexicano dice “yo no fui, sino los gobiernos anteriores”, o “yo no robé, aunque vaya uno a saber cómo me enriquecí” o “la estrategia es la correcta a pesar de que no damos pie con bola”, el japonés tenía el haraquiri o seppuku a la mano.
Esta determinación no la tomaron muchos nipones porque estuviesen deprimidos o no le hallaran sentido a la vida o quisieran castigar a alguien. Fueron personas que cargaron con una culpa y decidieron pagar. A veces la ley no tiene mecanismos para castigar errores, así sean enormes; entonces algún individuo con sentido de la ética ha de decir: “Mea culpa”.
Durante la crisis financiera de 2008, La Jornada publicó un cartón que perfectamente ilustra cuán venido a menos está ese sentido de la ética. Bajo la leyenda 1929 aparece un banquero lanzándose desde lo alto de un rascacielos. Bajo la leyenda 2008, ese mismo banquero, sin culpa alguna, arroja del edificio a varios clasemedieros.
En México, nadie es responsable de nada. Así se derrumbe el país o mueran 49 niños o se endeuden los estados o se vacíen las arcas o explote o se queme algún edificio o se caiga un avión o un helicóptero. Aquí los desastres son como los chistes: nunca se sabe quién los originó.
Claro que ahí donde no hay ética debería prevalecer la ley. Pero ni a eso aspiramos. Se trata de un círculo vicioso, pues la ley requiere de ética.
Si de pronto en México hubiese una epidemia de conciencia samurai, ¿cuántos funcionarios no amanecerían autoinmolados?
Alguien dirá que no somos de tradiciones orientales. Hagamos entonces una versión occidental, socrática. En las oficinas de gobierno e incontables casas particulares sería bueno tener una botella de cicuta guardada en una vitrina. “Rómpase el cristal”, dirá la etiqueta, “en caso de irrefrenables ganas de delinquir.”

viernes, 1 de febrero de 2013

Ínglich espoquen


Muchos mexicanos, sobre todo en el mundo de los negocios, sienten que sus conversaciones se llenan de elegancia al soltar palabras y frases en inglés. No sólo eso: terminan por criticar al español como una lengua poco efectiva. Les molestan los acentos, los signos interrogativos y admirativos de apertura. Se lamentan de la H muda, pero les da lo mismo que haya tantas letras mudas de ocasión en el inglés.
Estas opiniones son naturales en gente de pocos horizontes. Si conocieran más lenguas, acabarían pensando de otro modo.
Además, hay que darse cuenta de algo. Esta gente suele informarse con muchos textos en inglés y les resulta necesario traducir vocablos y conceptos, así sea mentalmente, al español para comunicarse con sus clientes, colegas o empleados. Dado que son malos traductores, dado que no conocen bien su propia lengua, terminan suponiendo que la flaqueza no está en ellos sino en el español.
Una vez se me ocurrió hacer este experimento. Tomé las traducciones de algunas novelas rusas y alemanas al inglés y al español. En promedio, el traductor al español contaba lo mismo que su colega angloparlante con un siete por ciento menos de palabras.
Pongamos el caso de La metamorfosis. Por mero parentesco de las lenguas, parecería que el traductor al inglés lleva las de ganar. Sin embargo, los resultados fueron los siguientes:
Traducción al inglés: 22,086 palabras.
Traducción al español: 20,402 palabras.
En caracteres se declara un empate técnico, pues verdad es que los vocablos en inglés suelen ser más cortos.
Una vez le pregunté a un lingüista si en términos generales había una lengua que fuera mejor que otra. Con toda propiedad me dijo: “Cada lengua dice lo que sus hablantes necesitan decir”.
Suena muy bien. Sin embargo, en aquellas épocas decimonónicas en que los humanistas aprendían cinco o más lenguas, había consenso: el latín era la lengua que más cosas decía, y más precisamente, con menos palabras.
Desconozco el potencial del inglés, pero sí sé que ha dejado de ser la lengua de Shakespeare para convertirse en la de John Doe, en un grado mayor que el español ha dejado de ser la lengua de Cervantes para volverse la de Juan Pérez.
Cuando traduzco del inglés al español debo usar al menos veinte conceptos distintos ahí donde el novelista gringo hace uso y abuso del was; y suelo dejar un espacio en blanco donde me topo con really, la palabra más inútil de cualquier lenguaje.
Si yo escribo: libro, librito, librucho, libraco, librote, librillo, librón, librazo… en buen lío voy a meter al traductor.
En fin, el tema de ventajas y desventajas de una lengua contra otra es largo, sinuoso y sin fin. No es mi intención hacer aquí una defensa del español, que no lo necesita, ni un ataque al inglés. Simplemente estoy pensando en esos ignorantes que, conociendo dos idiomas a medias, hacen juicios con la facultad de alguno de los Menéndez, Pidal o Pelayo, vueltos a nacer.
Como escritor no puedo sino sentirme afortunado de escribir en español, pues aunque mi lengua tenga supuestas flaquezas científicas o comerciales, tiene inagotable riqueza literaria. Acaso la debilidad del español sea que con tantos hispanoparlantes, tenga apenas una fracción de hispanolectores.