viernes, 25 de enero de 2013

Hermanas musicales


En La metamorfosis, el bicho Gregorio Samsa se deja seducir por la música del violín en manos de su hermana, al tiempo que los inquilinos se comienzan a fastidiar.
“Ya estaban hartos del concierto y sólo por cortesía permitían que se los siguiera molestando. Lo que más revelaba su impaciencia era el modo en que exhalaban hacia lo alto el humo de sus cigarros, por la boca y la nariz a la vez. ¡Y sin embargo la hermana tocaba tan bien!”
A riesgo de su vida Gregorio, sale de su escondrijo y se acerca a su hermana, sobre todo, se acerca a la música.
“Gregorio avanzó un poco más en la sala, bajando la cabeza al ras del piso con la esperanza de que sus miradas se encontraran. ¿Era acaso un animal, si la música lo cautivaba de ese modo? Sentía como si le estuvieran mostrando el camino hacia el alimento que tanto ansiaba sin saber cuál era. Estaba decidido a llegar hasta su hermana y darle un tirón de las faldas para sugerirle que fuera con el violín a su cuarto, pues aquí nadie apreciaba su música como lo haría él.”
Eso justo es la música: el alimento que tanto ansiaba.
En Guerra y Paz, el conde Nikolái Rostov acaba de perder una fortuna en las cartas, tiene una buena dosis de problemas y se aproxima la invasión napoleónica. Sin embargo, todo eso se esfuma cuando escucha cantar a Natasha:
“¿Qué pasa?”, pensó Nikolái al oír la voz de su hermana, y abrió los ojos de par en par. “¿Qué le sucede? ¡Cómo canta hoy!” Y en un momento, el mundo pareció concentrarse en la espera de la siguiente nota, de la siguiente frase, todo en el mundo estaba dividido en tres tiempos: “Oh mio crudele affetto” …uno, dos, tres… uno, dos, tres… uno…  “Oh mio crudele affetto” …uno, dos, tres… uno… “Qué estúpida vida nuestra”, pensó Nikolái. “La desgracia, el dinero, Dólojov, la ira, el honor… todo eso no vale nada… Lo verdadero es esto… ¡Bien, Natasha! ¡Bien, querida!… ¿Cómo dará este sí? Ya lo dio, ¡gracias a Dios!” Y sin darse cuenta de que él mismo estaba cantando para reforzar el si, entonó la segunda y la tercera de la nota alta. “¡Dios mío, qué bien! ¿Será posible que yo lo haya conseguido? ¡Magnífico!” ¡Cómo vibró aquel acorde, despertando lo mejor que había en el alma de Rostov! Era algo independiente y superior a todo cuanto existía en el mundo. ¿Qué importaban ahora las pérdidas en el juego, Dólojov y la palabra de honor? “Todo son pequeñeces. Se puede matar, se puede robar y seguir siendo igualmente feliz.”
En Gregorio y Nikolái el alma se deja seducir. Ambos desechan lo mundano, lo efímero y entran en un mundo meramente espiritual. El uno se juega la vida, el otro olvida sus miserias y comprende algo que años después George Steiner habría de aceptar con otras palabras:
“Sabemos que un hombre puede leer a Goethe o a Rilke por la noche, que puede tocar a Bach o a Schubert, e ir por la mañana a su trabajo en Auschwitz”.
La música, la literatura, el arte no nos vuelven santos o perversos. Ah, pero cómo nos provocan ganas de ser inmortales.

viernes, 18 de enero de 2013

La sabiduría del que no sabe nada


Hay gente que no sabe nada. Pero eso no obsta para que ande por el mundo repitiendo lugares comunes con suficiencia de un Arquímedes. Así, el que nunca abre un libro, sabe recetar algunas citas literarias.
“Brindo por la mujer, mas no por esa…”, dice al alzar la copa sin saber qué sigue, sin la menor idea de quién es Guillermo Aguirre y Fierro. En todo caso, se trata de un poema que el brindador nunca ha leído, acaso lo escuchó en el disco de Manuel Bernal. Cosa curiosa que el propio poema hable de este tipo de gente, sobre todo en los versos: “Siguió la tempestad de frases vanas, toscas y tan malas que hallan en todas partes acomodo”.
En un plan más clásico, el que no sabe nada sabrá citar a Sor Juana con apenas cuatro palabras: “Hombres necios que acusáis…”. En este caso es muy probable que el ignaro sepa de quién es el medio verso, pero imposible que supiese darnos con el mismo ímpetu algún fragmento de “Primero sueño”.
Acaso el iletrado tendrá algunos chispazos del tesoro del declamador. Podrá suspirar y decir: “Juventud, divino tesoro”.
Quizás el poema más citable para estos sabios de pacotilla sea “En paz”, de Amado Nervo. De ahí se pueden extraer algunas joyitas como: “Vida, nada me debes, vida estamos en paz”, hablar de que alguien es el arquitecto de su propio destino o soltar el famoso: “Mas tú no me dijiste que mayo fuese eterno”. Si bien este último verso es complicado. Pues se corre el riesgo de decir “dijistes” y “fuera”; o al escribirlo se le podría poner acento a “mas”, quitárselo a “tú” y usar mayúsculas en “mayo”.
El que no sabe nada conoce también algunas novelas. Cuando viene al caso, sabe decir “En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme…”, pero le resulta imposible el “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo.”
Como las novelas son cosas con muchas páginas, prefieren los títulos. Entre ellos, los más cotizados son los de García Márquez. El ignorante sabe mencionar Cien años de soledad, El amor en los tiempos del cólera y se da el lujo de parafrasear Crónica de una muerte anunciada. Así, en caso de enterarse de la separación de una pareja conflictiva, dirá: “Crónica de un divorcio anunciado”, o cuando golean a su equipo, hablará de la “Crónica de una derrota anunciada”.
Podría decir que los ignorantes le llaman a la novela de Carlos Fuentes La región más transparente del aire, pero este es también un error que cometen algunos letrados de renombre.
El que no sabe nada reacciona en automático al escuchar o pronunciar el verbo cantinflear. De inmediato dirá que está aceptado por la Real Academia. De hecho, nunca he escuchado el mentado verbo sin que luego venga la muestra de erudición lexicográfica.
El que no sabe nada es un monigote de preguntas, respuestas y comentarios predecibles. Un lugar común con patas. Por eso se hallan tan bien entre ellos. Sus conversaciones son tan monótonas como las entrevistas a los futbolistas.

jueves, 3 de enero de 2013

De puercos y porquerías


Con la literatura nos gusta mostrar una exigencia que no tenemos con las otras artes. Dado que no podemos colgar un Van Gogh en nuestra pared, nos conformamos con un lienzo que hallamos en no sé qué bazar o que pintó la hija de no sé quién. Nos admiramos de cómo baila fulano, aunque comparado con Nureyev sea un monigote desarticulado. Podemos vivir en un departamento construido en serie sin lamentarnos de que no lo haya proyectado un arquitecto renacentista. Estamos dispuestos a ver cualquier babosada que nos manda Hollywood y en ese mundo subnormal hay quien considera que el simplón de Woody Allen es un genio. Ponemos alguna figurita de Tonalá sobre la mesa porque las piezas de arte se ven en los museos. Y con la música ni se diga; no tenemos empacho en escuchar la canción que se repite en la radio, así la cante una mujer con más pierna que voz.
No me ofende que la Feria de Aguascalientes se llene con música grupera, jamás pensaría que en vez de no sé qué cumbieros habría que presentar en los palenques a Cecilia Bartoli o Juan Diego Flórez, y en cambio quisiera desterrar los libros de autoayuda y otros bestsellers de las ferias del libro.
Al visitar a un pariente, tendré un juicio poco severo si en el comedor tiene una mala copia de La última cena y en el salón ostenta un cuadro de caballos desbocados bajo un cielo rojo, pero le perderé el respeto si en su exiguo librero tiene dos libros de Paulo Coelho, uno de Guadalupe Loaeza y otro de Gaby Vargas.
La moral es más estricta con los libros por varias razones. Primera: suele costar menos un clásico que un burdo contemporáneo. Si no tenemos millones de dólares para colgar un Velázquez, sí tenemos los pocos pesos necesarios para leer un Cervantes original.
Además, desde la desaparición de los salones literarios, la lectura se ha convertido en algo esencialmente personal. Así que no tenemos la excusa del otro. Si andamos ligando a una muchacha, podemos invitarla al cine o a bailar, incluso al museo o a la ópera. Pero en qué momento le llamaría el joven a la chica para decirle “esta noche te invito a leer Los Buddenbrook”?
Alguien dirá que para compartir la literatura está el teatro, y ha de tener razón. El buen teatro, con el lenguaje en papel protagónico. Ocurre que el teatro lo conozco mayormente en soledad y como texto, pues no me gusta ir a sitios donde hay más gente. Pero aún ahí se da la exigencia literaria y el que gusta del buen teatro no se pasa a las salas donde se presenta la última chabacanería de los actores de televisión.
Volviendo a la música: ésta nos la bombardean en bares, taxis y centros comerciales, en las aceras del centro y desde la ventana del vecino. Para cuando uno acuerda, ya está tarareando la rola de moda. En cambio, nunca he ido a un bar donde los altavoces disparen poemas de Efraín Huerta o Xavier Villaurrutia. Se me va la clientela, diría el propietario.
Así, en la lectura no tenemos la excusa del mínimo factor común. Si leemos porquería es porque los puercos somos nosotros. Pero ojo: leer perlas tampoco nos convierte por arte de magia en unas joyitas.