Una
vez trabajé para cierta empresa que fabricaba ropa de algodón. Aunque las
máquinas de coser, cortadoras y los aparejos para trazar los patrones no hacían
mucho ruido, el ambiente sonoro me era insoportable, pues se habían instalado
poderosas bocinas que por siempre bombardeaban el área de trabajo con música
grupera. A veces eran CD o casetes; a veces era el radio con más comerciales
que canciones. Casi como en una discoteca había que subir la voz para hablar
con la persona que se hallara a un lado. Detesté cada minuto de ese empleo sin
siquiera aprender un paso de baile.
“A las
muchachas les gusta”, me decía el director de la fábrica, que además regenteaba
un pequeño harén.
Por
supuesto yo entendía que la monotonía de su trabajo se disimulaba con la
monotonía de la música, pero a mí me resultaba difícil hacer mis labores de
números y ecuaciones con tanto ruido.
En
cierta ocasión dejé sobre la mesa del aparato de sonido un casete con valses de
Strauss. Supuse que era lo más aceptable para comenzar. Por supuesto, le había
quitado la etiqueta original y coloqué otra que decía “Las mejores cumbias del
año”. Durante ese mismo turno alguien mordió el anzuelo.
No
tenía Von Karajan ni dos minutos dirigiendo a la Filarmónica de Berlín cuando
comenzaron a escucharse los abucheos. Muy pronto la supervisora sacó el casete
y puso el radio.
Supongo
que en ninguna sala de conciertos le fue tan mal al director austriaco como en
ese jacalón industrial. No sé si las costureras lo silbaron porque preferían a
Toscanini, o si resultó que ningún profeta tiene honra entre los suyos, pues
Von Karajan había pertenecido a una familia de fabricantes textiles.
Pensé
en la industria tabaquera de Cuba. Allá es fecha que aprecian a los lectores de
tabaquería. Cortar hojas y enrollarlas no es muy ruidoso, así que alguien puede
tomar un libro y leer en voz alta mientras la gente sigue trabajando. A la
vuelta de diez, veinte o treinta años de realizar el oficio, ¿cuántos libros se
habrán escuchado?
De ahí
que algunos puros tengan nombres de clásicos de literatura, como los Romeo y
Julieta o los Montecristo o los Sancho Panza. Benito Juárez trabajó enrollando
tabaco cuando estuvo exiliado en Nueva Orleáns, pero nadie ha hecho el homenaje
de crear los cigarros Benemérito de las Américas.
Soy
hombre de poca fe y no volví a intentar el cambio de música en la fábrica.
Llegué a pensar que me equivoqué al comenzar con valses. El error tuvo que ser
mío, puesto que todo ser humano con alma ha de preferir a Johann Sebastian que
a Joan Sebastian. Es natural que las puntadas de la máquina de coser exijan un
ritmo más rápido. Quizás la costura iba mejor con La marcha de Radetzky o un allegro de Händel o de una vez El vuelo del abejorro, aunque la gente pensara más en el
Avispón Verde que en Rimsky–Korsakov.
Si Toscana
hubiese sido más persistente, amigo lector, hoy usted usaría calzones
Monteverdi y calcetines Mendelssohn Bartholdy. Cien por ciento algodón en si
bemol.
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