Quien
haya asistido a un festival de poesía habrá notado que existen buenos poetas
que leen bien, buenos poetas que leen mal, malos poetas que leen bien y malos
poetas que leen mal. En algunas ocasiones podemos sustituir el verbo “leer” por
“recitar” o “declamar”, pero son términos un tanto caídos en desgracia, pues
recuerdan los festivales escolares.
Suele
haber más aplausos para los malos que leen bien que para los buenos que leen
mal. En ocasiones se contratan actores famosos para evitar que el propio autor
tenga que pronunciar sus versos. Entonces hay más aplausos para el actor que
para el poeta. Cierto es que el actor no solo va a leer, sino también a meter
público. Y más público mete un actor bonito que uno brillante.
Igualmente
los prosistas se ven seguido en situación de leer los textos ante un público.
No siempre es fácil atraer la atención durante los diez, quince o veinte
minutos que puede durar un cuento. Hay quien seduce al público y hay quien lo
duerme. En lectura de prosa, el más aplaudido suele ser el más chistoso.
Son
garbanzos de a libra los poetas que pueden embelesar durante una larga sesión,
como Jorge Fernández Granados, o los narradores que absorben al público con
textos de muchas páginas, como Eduardo Antonio Parra. Más allá de excelentes
poemas y cuentos, el primero se apoya en una calidez que da total sinceridad a
los versos; el segundo en una voz y ritmo que secuestran la atención.
Y es
que saber leer en voz alta es más difícil que saber cantar.
O, si
alguien quiere refutar esta frase, pondré la idea de otro modo: un cantante
mediocre puede cantar simplezas y captar la atención durante largo tiempo; un
lector ha de ser sobresaliente y apoyarse en textos extraordinarios.
La
mejor manera de sublimar un mal poema es poniéndole música. Así se convierten
en grandes poetas quienes escriben simplezas como “Imagina a toda la gente
viviendo la vida en paz”.
De
aquí salto a mi nostalgia del pasado y pienso en la escuela humanista y en el trivio;
específicamente en la retórica. Cuánto me habría gustado asistir a la escuela
de Agustín de Hipona en Milán, y años después escuchar al maestro leer sus
propias Confesiones. Más allá
de las partes biográficas, es notable la claridad con las que expone temas
filosóficos intrincados, y uno se lamenta de que Kant no haya sido su alumno.
Seguro Agustín leía con voz, ritmo y claridad insuperables.
Pero
así como ya no podemos conocer cómo actuaban los mejores actores
shakespeareanos, tampoco sabemos cómo se leía en voz alta en tiempos remotos;
una cualidad que debía ser valiosísima puesto que de un solo volumen comían
muchos.
Tan
lejos estamos de aquellos días, que casi hemos dejado sin uso la palabra
“elocuencia”. Es difícil elogiar a alguien con el adjetivo “elocuente”, y más bien
nos suena a agravio como sinónimo de “rollero”. Y, sin embargo, la elocuencia
era una de las grandes virtudes de un hombre educado.
Así
como los buenos poetas lucen mal cuando no saben leer sus textos, un político
inteligente parece un patán si no domina la retórica. Al poeta lo rescatan sus
textos; el político se vuelve indistinguible de la gran masa sin ideas al punto
que hoy no sabemos si ninguno es elocuente o ninguno es inteligente.
excelente. muy buena opinión.
ResponderEliminar