Cuando
Dmitri Karamázov toma una troika rumbo a Mókroye, pudo charlar con el cochero
de igual modo como hoy lo hacemos con los taxistas: qué calor, ganó el Necaxa,
cuánto tráfico; sin embargo, sus arrebatos lo llevan a encadenar una idea tras
otra, hasta que termina preguntándole si lo perdona.
“¿Yo
qué tengo que perdonarle a usted?”, responde el cochero. “¡Usted a mí nada me
ha hecho!”
“No”,
interviene Dmitri, “por todos, por todos, tú solo, ahora mismo, aquí, en el
camino, ¿me perdonas por todos? ¡Habla, alma sencilla!”
Algo
hierve en su cabeza y ese hervor produce un elenco de emociones difíciles de
descifrar. A cada página sorprende la mente y el corazón de los Karamázov, de
Katerina Ivanovna, de Grúshenka, de Sansónov, de Smerdiákov. El dinero, la
carne, el alcohol, los celos, el amor, el deseo, la piedad, la fe, la
incredulidad, la estupidez, la sabiduría… se mezclan en un caldo que solo
Dostoievski sabe preparar.
“Y no
de desesperación he de llorar”, proclama Iván Karamázov, “sino sencillamente
porque seré feliz derramando esas lágrimas. De mi propio fervor me embriagaré…
Aquí no se trata de la inteligencia ni de la lógica: aquí amas con lo más
íntimo, con las entrañas; amas tus primeras fuerzas juveniles”.
“Yo
habría consentido en matarme en el vientre de mi madre antes que venir al
mundo”, dice Smerdiákov.
“Usted
ríe como una chiquilla, mientras en sus adentros piensa como una mártir”, le
dice Alíoscha a Lise.
Katerina
Ivanovna necesita a Dmitri “para estar contemplando siempre su heroísmo de
lealtad y recriminándole a él su traición”.
Parlamentos
que no caben en una película, pues en ellas el amor es meramente: te amo o te
odio; los estados de ánimo son: estoy triste o estoy feliz. Nietzsche hubiese
detestado Hollywood, y en cambio amaba las novelas de Dostoievski. “Es el único
sicólogo de quien tengo algo que aprender”, aseguró.
Bonito
aprendizaje, dirán los detractores de Nietzsche y recordarán que murió loco. Ellos,
detractores ordinarios. Él, bendita locura.
La
pregunta que brota es: ¿acaso el mundo dostoievskiano lo creó Dostoievski o es
que así se las gastaba el alma de los moradores de aquella época y lugar? Si es
una invención, ¡qué gran invención! Pero si fue mera observación aguda, cuán
pobre se ha vuelto nuestra psique educada en la moral sin contrastes; en la
superficialidad del cine; en el blanco y negro de las telenovelas, en el
monótono sermón dominical, en la chabacanería del presente donde el gran pecado
es romper la norma.
Hay
que leer y releer a Dostoievski para huir de una existencia de pacotilla, para
darnos el lujo de amar por razones desusadas, de odiar a alguien por su
peinado, de aceptar o rechazar a dios por razones espirituales y no de
costumbre, de pecar por conciencia. En fin, hay que darnos una cuota de
dostoievskización, o raskolnikovización o karamazovización o como le quieran
llamar.
Olvídense
de ensayos intelectuales sobre Dostoievski, su tratamiento del tiempo, los
problemas de su poética o el qué sé yo estructural. Dostoievski es grande
porque cada vez que lo leemos nos trastorna, nos empuja hacia la locura. Y
locura es lo que necesitan las almas para no ser almas muertas.
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