Con
frecuencia les cae una pregunta a los lectores: si tuvieras que pasar largo
tiempo en una isla desierta, ¿qué libro te llevarías? Es un mero ejercicio de
selección de libros, pues nadie se ve a sí mismo en esa situación
robinsoncrusoesca. Y no vale decir que se llevarían uno de esos lectores
electrónicos, ya que no funcionan con baterías solares.
Hay,
sí, muchos que se vieron sometidos a una situación similar; no en una isla sino
en alguna prisión. Millones de hombres que fueron a Siberia tuvieron permiso de
poseer sólo un libro: el Nuevo Testamento.
Me espanta
pensar en la situación. ¿Cuántas veces lo habrán leído quienes estuvieron allá
cinco, diez, veinte años o más? ¿Acaso llegaban a memorizarlo? Dostoievski pasó
cuatro años con esa Biblia mocha.
A la
tal pregunta, yo siempre respondo del mismo modo: Don Quijote. Además de ser mi
preferido, es un libro gordo. Por mucho que me gustara Pedro Páramo, me parecerían
pocas páginas para mi aventura solitaria en medio del mar.
Y sin
embargo, en una isla, en Siberia o en cualquier situación que impidiera el
acceso a los libros, me recriminaría el no haber memorizado más poesía. Me sé
unas pocas del tesoro del declamador, y un puñado de las más contemporáneas.
Es que
la memoria no da para tanto, me justificaría. Pero luego vendría mi conciencia
a reclamarme: ¿Ah, no? ¿Y cómo es que de José José, José Alfredo, Roberto Carlos,
Los Beatles… y otros muchos te has de saber quinientas o mil canciones?
Es
verdad, bajaría la cabeza, avergonzado ante mí mismo. La memoria da para mucho,
pero la usé en fruslerías.
Una de
mis anécdotas preferidas sobre la capacidad de recordar la cuenta George
Steiner. Él habla de un judío en el campo de concentración de Birkenau que tenía
una memoria toratalmúdica y dice a su gente: “Si necesitan consultar algo,
consúltenlo conmigo; abran el libro que está dentro de mí”. Me gusta, pero mi
predilecta es otra venida del mismo Steiner:
En el
congreso soviético de escritores de 1937, las autoridades han amenazado a Boris
Pasternak. “Si hablas, te vamos a arrestar; si no hablas, también, por
insubordinación irónica”. Durante tres días se escuchan apologías a Stalin. Al
final, los colegas piden a Pasternak que hable. “De cualquier modo te van a
arrestar, así que di algo para que el resto de nosotros se lleve algo en el
corazón”. Pasternak se puso de pie. Hubo expectativa. En medio de un silencio
expectante, el poeta ruso dijo sólo una palabra: “Treinta”.
Dos
mil personas en el foro entendieron y se pusieron de pie. Comenzaron todos a
recitar el soneto 30 de Shakespeare, I summon up remembrance of things past, en
la traducción al ruso hecha por el propio Pasternak. Un soneto que habla de la
memoria, un acontecimiento que demostró la importancia de la memoria.
“Somos
lo que recordamos”, dice Steiner. “Lo que llevas por dentro, nadie te lo puede
quitar”. Y a Pasternak no lo arrestaron.
A
veces estoy sin libro en una isla desierta: un embotellamiento, la peluquería,
una sala de espera, una fila en el banco… Caramba. Si desde niño me hubiese
aprendido un poema a la semana, ahora me sabría dos mil. Suficiente para leerme
y releerme esa antología personal de aquí hasta la eternidad.
Pero
la vida está pasando y ya no es hora de aprender.
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