De vez
en vez aparece alguna ociosa convocatoria para elegir la palabra más bella del
español. En algún lugar leí que era “cristal”, en otro, “Querétaro”, y cuando
se abre la selección al público ignaro, suelen ganar palabras como “madre”,
“cielo” o “vida” porque los votantes no piensan en la belleza de la palabra
sino en el concepto.
¿Pero
en qué consiste la beldad de una palabra? ¿En su mero sonido? ¿O también en su
grafía?
Si se
toma en cuenta el sonido, habrá que ver que las palabras no suenan igual si las
pronuncia alguien con buena voz o un gangoso, una mujer sensual o un frío locutor,
un cubano o un chileno.
En el
segundo caso, no es lo mismo una palabra en Garamond que con artística
caligrafía; no será igual con tinta negra que con algún tono amarillento.
Acaso
puedo suponer que en cuanta encuesta se haga, nunca ganará un monosílabo,
aunque algunos futboleros piensen que “gol” es la gran cosa, y los religiosos
voten por “dios”. Tampoco ganaría un multisílabo, ni aunque votaran los
desparangaricutirimicuarizadores.
Es
difícil pensar en palabras bellas por sí mismas. Por lo general, la belleza se
encuentra en la encadenación de varios vocablos.
Es más
fácil pensar en palabras desagradables. Lo primero que viene a la mente son los
nombres. Si una muchacha dice “Me llamo Ergastulondia”, la suma de esas trece
letras se vuelve un tanto repulsiva. La palabra “estufa” no provoca ni
atracción ni rechazo. Pero la cosa cambia si conocemos a una vecina que se
llame Estufa Saldívar.
Si se
trata de vocablos feos, hay que consultar a los médicos o anatomistas. Lo que
podría ser una bella escena erótica en manos de un novelista, ellos la echarían
a perder con términos como: glande, prepucio, epidídimo, uretra, vestíbulo
vulvar. ¿Qué sería para ellos una situación amorosa sin mencionar las glándulas
parauretrales de Skene?
Ahí
donde mi pobre corazón sentía una pena muy grande, muy grande, para ellos sería
cosa del endocardio, miocardio y pericardio. Allá donde el buen Gutierre de
Cetina hablaba de los ojos claros, serenos, de un dulce mirar, el oculista
vería retinas, escleróticas y humores acuosos.
Quizás
el peor nombre de un fragmento del cuerpo lo tengan las trompas de Falopio. Con
tantos anatomistas italianos de apellidos más agraciados, tuvo que ser el buen
Gabriel Falopio quien las bautizó. Si un tal doctor Rossi se le hubiese
adelantado y hubiese cambiando la trompa por un sinónimo, hoy se les podría
conocer como los conductos de Rossi o los rossiductos.
En
fin, mejor que los literatos no pierdan el tiempo con las palabras bellas así
como los músicos no se preguntan si hay una nota más hermosa que otra. Podrá
haber quien tenga colores favoritos, pero no es tema para los pintores.
En el
mundo de las palabras, no existe la belleza aislada, pero sí la fealdad. Ningún
hombre ha conquistado una mujer pronunciando palabras supuestamente bellas de
manera reiterada y desconectada; así sean “flor” o “anillo” o “boda”. En cambio
se me ocurren muchas del lado antiestético que por sí solas enfrían, apagan o
matan una relación.
La
belleza necesita al menos un verso; la fealdad sabe andar sola.
No hay comentarios:
Publicar un comentario