Una vez miré a gente mirando un programa de
concurso en el que a cierto hombre culto le hacían preguntas sobre los godos,
la órbita de Júpiter, la vida de Leibniz y la escritura cuneiforme. En cada
caso, el hombre iba respondiendo correctamente ante la mirada indiferente de
los espectadores. Pero cuando el concursante no supo el nombre de la actriz que
estelarizó cierta telenovela, todos se pusieron a gritar: ¡Imbécil! ¡No es
posible! ¡Qué ignorante!
Sobra la gente que se pasa media vida
viendo la televisión. Es natural que acumulen un conocimiento casi erudito
sobre actrices y actores, tramas, lugares comunes, distintas versiones de una
misma historia y una millonada de comerciales.
En cuanto a bits de información guardados
en el cerebro, quizá los teleadictos puedan equipararse al de un ávido lector
de clásicos. Y así como alguien puede hablar de Raskólnikov, otro podrá hablar
de Rosita la Pobrecita o como se llame el personaje de una serie. Así como
alguien conoce la vida de Cervantes, habrá quien conozca la de Luis Miguel.
Alguien dirá que Madame Bovary es un tremendo chisme sobre una tal Emma,
¿entonces qué hay de malo en saberse todos los chismes de la farándula?
Salvo en mi infancia, nunca tuve una
relación muy cercana con el televisor, y hace ya once años que me deshice por
completo de él. Eso me ha causado en varias ocasiones que me tilden de
ignorante. A la gente le cuesta trabajo asimilar que jamás vi un episodio del
Doctor House ni de los Soprano ni de tantas otras series que no menciono porque
ni siquiera de nombre las conozco.
Hace poco un editor argentino comentaba que
publica una serie llamada “Laura Palmer no ha muerto”. Muy espontáneamente
pregunté quién era la tal Laura. Se dio primero un silencio en la mesa y luego
comenzaron los anatemas. Yo estaba obligado a conocerla.
Pero nadie está obligado a leer a Bertrand
Russell.
La cultura es situacional. Si me siento en
una mesa con apasionados de literatura rusa, tendremos una enriquecedora
conversación.
En cambio, si me siento con genetistas
pensarán que soy un ignorante. La misma opinión sobre mí tendrán los
entusiastas televidentes. Con una diferencia: yo guardaría silencio mientras
disfruto la charla de los genetistas. En cambio los otros memos me matarían de
aburrimiento.
Leibniz fue el último hombre que dominó
todos los conocimientos de su época, o al menos eso aseguran algunos de sus
biógrafos. Hoy esto sería imposible por dos razones: en primer lugar desde 1716
el ser humano ha desarrollado tantas áreas de conocimiento que la excelencia se
alcanza solo a través de la especialización, y en segundo, hoy hay un exceso de
distractores. Leibniz no perdió un solo minuto de su vida mirando la tele ni
vio un solo infomercial ni contempló a veintidós iletrados paseando una pelota
de fútbol ni mucho menos estuvo atento a las entrevistas en que estos iletrados
no dicen nada.
Toscana está muy lejos de poseer el cerebro de
Leibniz, y ni aún viviendo en el siglo XVIII se acercaría a la universalidad.
Razón de más para mantener vacante ese altar donde tantos adoran al dios de la
pantalla plana.
Pues yo me propuse en enero de 1984 no volver a ver televisión y prácticamente lo he cumplido al pié de la letra. Por lo tanto yo tampoco sé quién es la susodicha Laura Palmer.
ResponderEliminarNo exageren, en todo se puede ser selectivo, hasta en las telenovelas, también las hay buenas, aunque yo mejor recomiendo las series, son muy buenas las inglesas, no se diga las suecas, ¿no han visto Wallander? está basada en una saga del escritor Henning Mankel, la verdad no tiene desperdicio.
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