Mientras
usted lee estas líneas, Toscana estará recorriendo algún bosque o montaña en su
bicicleta. Va de Varsovia a Udine, la tierra de Tina Modotti. Mientras llenaba
las alforjas de su velocípedo, pensó en aquel cuento de Tim O’Brien: “Las cosas
que llevaban”, una obra maestra que nos narra un fragmento de guerra y varios
fragmentos de vida mientras nos cuenta lo que cada soldado carga en su mochila.
Las
cosas que lleva Toscana difícilmente darían para armar una obra literaria. En
orden alfabético: bomba de aire, botellas de agua, café, calcetines, dos
calzones, cámara de repuesto, dos camisetas, carpa, casco, chamarra, cepillo de
dientes, comida, herramientas y refacciones, libreta y pluma, mapas, navaja,
pasta de dientes, saco de dormir.
Esto
no es una estancia en la tradicional isla desierta, pero igual llega el momento
en que Toscana debe elegir el libro que habrá de acompañarlo.
Ya una
vez, cuando fue de Monterrey a Batopilas, llevó su amado Don Quijote. Fue un
error. El libro era pesado y voluminoso. Terminó la aventura en desventura:
despaginado, mojado, asoleado, ajado, estropeado. Tan maltratado como el
Caballero de la Triste
Figura.
Esta
vez eligió un libro que ya lo había acompañado en una caminata por la Selva Negra : Las preguntas de los grandes filósofos,
en el que el sabio Leszek Kolakowski repasa con don de síntesis las principales
inquietudes de treinta filósofos, que en épocas van desde Heráclito hasta
Heidegger.
Es el
libro ideal para quien sabe estar solo. Para ser precisos, se trata de una
edición Penguin de bolsillo en inglés, inglesa; no gringa, porque los gringos,
por razones de espacio, comerciales o de censura, echaron del libro a siete
filósofos: Aristóteles, Plotinio, Meister Eckhart, Nicolás de Cusa, Thomas
Hobbes, Martin Heidegger y Karl Jaspers.
La
justicia, el ser y la nada, el tiempo, la posibilidad del conocimiento, el
significado de las palabras, el bien y el mal, la muerte, si dios o no, la
muerte, la muerte, si de veras el pensamiento es prueba de existencia, el
origen de todo, el porqué del sufrimiento, otra vez la muerte y tantas cosas en
las que tenemos dos mil quinientos años pensando sin poder alcanzar
conclusiones.
La
eterna pregunta: ¿Por qué el ser y no la nada?, o bien, ¿Por qué hay algo en
vez de nada? Los que creen en dios, la responden con teología. Los científicos,
ni siquiera la formulan. Los filósofos nacieron para ella.
Por
las noches, en un claro de algún bosque, lejos de las luces de la ciudad,
Toscana podrá ver un cosmos antiguo y luminoso. Entonces pensará en Kant,
cuando dijo: “Dos cosas llenan mi alma con cada vez más admiración y asombro:
el cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mi interior”.
Entonces
Toscana se hará su pregunta recurrente: ¿Por qué me dediqué a la literatura y
no a la filosofía? Y se responderá como siempre: Porque la novela es un modo de
filosofar. Lo mismo al escribirla que al leerla. ¿Verdad que sí, Karamazov?
Y dado
que el destino es Italia, al otro lado de los Alpes, Toscana no se olvidó de
echar en sus alforjas una botella de Montepulciano d’Abruzzo y otra de
Negroamaro. Porque lo cierto es que no viaja solo. Va con treinta de los
hombres más brillantes que han pisado esta tierra. ¿Y cómo sentarse a conversar
con ellos sin una copa de vino?
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