Algo parecido hicieron los soviéticos con
quince mil polacos de buena educación. Los consideraron peligrosos por sus
letras, así que los llevaron al bosque de Katyn y les volaron los sesos. Apenas
unos cuantos se salvaron, entre los que por suerte estuvo el pintor y ensayista
Jósef Czapski.
Conocedor de esto, no es extraño que
Ryszard Kapuściński haya iniciado su Viajes con Heródoto con la historia del
tirano Periandro, que envía un embajador a visitar al viejo dictador Trasibulo
con la pregunta de “¿qué hacer para mantener a la gente en permanente estado de
miedo y sumisión rayana en la esclavitud?”.
Trasibulo, en vez de articular una
respuesta, lleva a su visitante a un sembradío, donde se pone a “descabezar las
espigas que entre las demás veía sobresalir, arrojándolas de sí luego de
cortadas”. Aunque el embajador no capta el mensaje, Periandro lo entiende
perfectamente y ordena matar o desterrar a todos los ciudadanos sobresalientes
de su Estado.
Estos y otros desmanes no evitaron que
Periandro fuera incluido entre los Siete Sabios de Grecia.
Si continuara con otros ejemplos, parecería
que estoy haciendo una oda a la ignorancia. Más vale no saber leer, más vale no
educarse, mejor no sobresalir. Viva la mediocridad que nos da larga vida.
Me gustan más las crónicas de Plutarco. Él
cuenta que tras la derrota de los atenienses en Siracusa, muchos fueron
ejecutados o vendidos como esclavos o puestos a trabajar forzadamente en las
canteras. Sin embargo, pronto obtuvieron su libertad quienes conocieran de
memoria alguna parte de la obra de Eurípides. Estos libertos volvieron a su
tierra y abrazaron muy agradecidos al poeta, contándole cómo sus versos se
habían convertido en el pasaporte a la libertad.
Eurípides también vino al rescate de un
barco perseguido por piratas. La nave llegó a la bahía de Siracusa, donde se le
negó la entrada. Pero luego las autoridades lo pensaron dos veces y preguntaron
si alguno de la tripulación podía recitar de memoria a Eurípides. Ante la
respuesta afirmativa, el barco obtuvo el salvoconducto.
Si tengo que hurgar en miles de años de
historia para encontrar un puñado de ejemplos en los que el saber mata y otro
tanto en los que el saber da la vida, supongo que no puedo argumentar que una u
otra cosa sean peligrosas o vitales hoy día, al menos no en una seudodemocracia
laica.
Y sin embargo, me gustaría pensar que con un cañón
de pistola en la cabeza alguien pudiese recitar un poema de Villaurrutia y que
esa fuese precisamente la razón por la que el gatillo se oprimiera o no se
oprimiera.
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