Vocazione di San Matteo |
Si Caravaggio hubiese vivido y pintado
en México, sería igualmente considerado un maestro de la pintura. Sin embargo,
en la misma situación, Jeff Koons apenas aspiraría a tener un puestecito en
Tlaquepaque. Algunos nuevos ricos le comprarían sus cosas. Otros le pedirían el
tradicional Cantinflas de barro en vez de su espantajo de Michael Jackson. Yo
me pasaría de largo.
Si considero la historia del
mingitorio de R. Mutt, al cual se le negó formar parte de la exposición de la
Sociedad de Artistas Independientes, tengo que decir con sinceridad que yo
también lo habría rechazado.
En Youtube aparece un video en el
que el mero mero de arte contemporáneo de la casa de subastas Sotheby’s habla
sobre la “Botella de Coca-Cola # 4”, de Andy Warhol. Cada vez que lo veo me
río. Parece un acto de fino humor. Con ganas de inflarle el precio, el tal
comerciante dice incontables banalidades con la seriedad de un crítico de arte.
Y lo hizo bien, pues el lienzo del botellón acabó por venderse en más de
treintaicinco millones de dólares.
Por suerte no soy sino un comedor de
arte. Así, con total independencia de lo que digan quienes asignan las
estrellas Michelin de la plástica, yo sé lo que me gusta y lo que me indigesta;
y buena parte del arte contemporáneo me causa agruras.
Que Toscana es conservador. Que
Toscana ya no aprende maroma nueva. Que Toscana se quedó con el ojo del siglo
diecinueve. Cosas así he escuchado y quien me lo dice tiene razón.
Por suerte soy escritor y siempre he
defendido la idea de que los artistas han de ser estrechos en sus criterios.
Mentira que amemos la lectura, así como algo general. La literatura nos
apasiona a tal punto que veneramos ciertos libros y despreciamos montones más.
Si fuese editor, tendría que mirar
más allá de mi propio gusto. No fuera a ser como tantos que rechazan obras
maestras o peor aún, como algunos que rechazan libros con enorme potencial de
mercado. Como editor tengo la sospecha de que hubiese rechazado el Ulises
de Joyce. Es una novela que aprecio, pero que llegó a mis manos ya con un aura
de clásico y un aparato crítico. No respondo de lo que hubiese ocurrido si la
hubiese conocido inéditamente.
Y ni se diga, si fuera director de
un museo de artes plásticas tendría que abrirle las puertas a casi todo lo que
me traigan. Alguien manda una horrorosa guadalupana desnuda para cierta bienal,
y si yo la rechazo por horrorosa me dirán que la rechacé por desnuda. Además,
¿quién sería yo para hacer valer mis juicios? ¿Quién, el día de hoy, tiene
derecho a decir qué es arte y qué no lo es?
Tal parece que nadie, cuando mira
hacia fuera, cuando responde por otra gente, cuando una bola de mediocres lo
puede lapidar en los medios sociales.
Pero en mi biblioteca privada y en
la galería de mi imaginación solo existen las obras que me gustan. En mi
dictadura privada he quemado libros, he censurado obras, he mandado a autores y
artistas a la hoguera, he dinamitado galerías.
También he reclutado a unos ladrones
de arte para que se roben Vocazione di San Matteo, del buen
Caravaggio. Cuelgo el cuadro en la mayor pared de mi salón y paso horas
mirándolo. Asombrado. Tembloroso. Feliz. Desamparado. Y me pregunto por qué,
Dios mío, para descubrir tanta belleza hay que mirar en el pasado.
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