Los
avances médicos nos han dado posibilidades de una mejor vida, o al menos más
larga, pero al mismo tiempo han deteriorado la literatura.
Si un
moderno Tolstói escribiera La muerte de Iván Illich, no haría un
diagnóstico al tanteo de que el hombre padece de riñón flotante, más bien nos
haría peregrinar por montones de laboratorios, consultorios y hospitales, al
modo de Philip Roth. Tan solo en su novela Patrimonio, Roth nos
habla de la parálisis de Bell, un tumor masivo, neurocirujanos, resonancia
magnética, radiólogos, una gran masa tumoral localizada principalmente en la
región del ángulo pronto–cerebeloso derecho y la cisterna prepontina
homolateral, con extensión al seno cavernoso derecho y compromiso de la arteria
carótida, deterioro evidente del ápex pétreo, desplazamiento y compresión
significativo del pons y del pedúnculo derecho del cerebelo, órgano bulboso,
pabellón de oncología, tallo cerebral, parálisis cerebral, tumores benignos y
malignos, quirófano, pabellón de convalecientes, cáncer… y apenas voy en la
página diez.
Así,
mientras la de Tolstói es una historia sobre un hombre que se ve abandonado por
la familia, por el mundo, por la vida y hasta por los doctores; la de Roth es
un relato excesivamente médico que acaba por desplazar los temas de que supuestamente
se ocupa: la relación de un hijo con su anciano y enfermo padre. Al promoverla
como “una historia verdadera”, se ocupa más de la verdad que del arte.
Ni La
montaña mágica de Thomas Mann, cuya historia ocurre en un sanatorio, se
consagra tanto a los asuntos medicinales.
La
tuberculosis fue la enfermedad más romántica del romanticismo. La lista de
narradores que se ocuparon de ella es muy larga, casi tanto como de personajes
que la padecieron. Chéjov la trató como médico, escritor, paciente y difunto.
Los médicos recetaban resignación a los pobres y viajes a Suiza para los ricos.
Precisamente
de un sanatorio en Suiza llega el príncipe idiota de Dostoievski. En cambio su Katerina
Ivánovna no tiene dinero para esos lujos. Muere patética y trastornada luego de
obligar a sus hijos a cantar la versión original francesa de “Mambrú se fue a
la guerra” en calidad de limosneros nobles, ya que “lo principal es que como
está en francés, no tendrán más remedio que comprender en seguida que somos
nobles y así se conmoverán más”.
Con la
medicina moderna, Flaubert no habría podido cercenarle la pierna a Hippolyte;
pero en caso de necesidad, un autor alla Roth le habría dedicado tantas
líneas a los detalles de la amputación que se habría olvidado de que la atención
debía estar en la vergüenza de Charles Bovary, en la mirada entre cruel,
rencorosa y piadosa que le dedicaba Emma, confirmando una vez más cuán mediocre
era su marido.
Don
Quijote muere como solía morir la gente: en casa, no en un hospital; rodeado de
su gente, no de enfermeras.
Comparando
las enfermedades y la lucha contra ellas en las novelas del pasado y las
contemporáneas, se puede ver que la medicina le ha dado dignidad a la vida,
pero se la ha quitado a la muerte.
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