Ahora
que se van a conmemorar los cien años del inicio de la Primera Guerra Mundial,
no está de más echarle un ojo a varios de los muchos libros que se ocupan de
ella. El que quiera perder el tiempo, también puede ver una película.
En los
libros de historia, la parte más interesante suele ser desde el prólogo hasta el
momento en que se enfrentan los ejércitos. Ningún historiador omite el azaroso día
en que Gavrilo Princip asesina al archiduque Francisco Fernando de Austria,
pero de ahí en adelante tendrá una visión particular sobre la manera en que
este evento precipitó la historia.
Las
intrigas entre emperadores, zares, primeros ministros y presidentes, decisiones
de aliarse con tal país, despertares nacionalistas, grupos opositores a la
guerra, revoluciones comunistas en el horno, la visión de la guerra como un
instrumento natural de la política, deseos y revanchas territoriales son la
arena natural de los debates entre historiadores.
El
desplazamiento de tropas, los enfrentamientos a bombazos, gases y balazos,
pierden en la historia cierta dosis de valor polémico y en cambio se acomodan
en el terreno de lo testimonial o estadístico.
Esta
parte es la favorita del cine. Ahí se gastan medio presupuesto en recrear las
explosiones, convertir a cien extras en cien mil y hacer correr a los actores
entre gritos de angustia, frases de valor y lamentos de muerte. Nunca ha de
faltar la escena del hombre que pierde las piernas tras una explosión. El
director se siente orgulloso de los efectos especiales y la sala de cine de sus
estruendosas bocinas.
La
novela se ubica entre estos dos mundos. No habla de las Fuerzas Expedicionarias
Británicas, sino de un soldado de estas fuerzas. Si la historia habla sobre las
órdenes del general Haig, la novela relata las miserias de un soldado que hubo
de cumplir con dichas órdenes. Mientras el cine se regodea en la violencia de
batalla, la novela trata de adentrarse en las emociones y pensamientos del
soldado ante la metralla. Lo ensordecedor se troca por el silencio.
Ahora
estoy leyendo 1914 El año de la
catástrofe, de Max Hastings. Los subrayados que hago no son de
historiador sino de novelista. Por ejemplo, en dos líneas el autor cuenta que
siempre había el modo de llevarse los cadáveres de los soldados, pero nadie se
ocupaba de los caballos muertos. De esa línea sale un capítulo para una novela.
Un hombre camina entre los despojos de quinientos caballos. Quizás da el tiro
de gracia a los moribundos, o reflexiona sobre la cultura europea que considera
una barbaridad comer esa carne.
La
historia cuenta que los franceses iniciaron la guerra con vistosos uniformes
rojiazules, mientras los alemanes se supieron disimular con una mezcla de tonos
de pasto, tierra y horizonte. El gobierno francés comprendió el error y mandó
de inmediato a fabricar cientos de miles de uniformes más discretos. También es
novelesco convertir este detalle en una conversación entre dos soldados que se
saben casi con un letrero que dice “aquí estoy” a los tiradores alemanes,
criticar a un gobierno que pensó más en la gloria napoleónica que en salvarles
el pellejo.
Cada
ojo persigue algo distinto: la historia, la verdad; la novela, lo humano; el
cine, los dólares.
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