Aunque
leo la literatura del Siglo de Oro con nostalgia y con ganas de que
rescatáramos la belleza de las palabras de aquellos días, sí celebro que haya
desaparecido la costumbre de comenzar los libros con dedicatorias tan
lisonjeras.
No es
que molesten las palabras que Cervantes le dedica al duque de Béjar, con todos
sus títulos de Marqués de Gibraleón, Conde de Benalcázar y Bañares, Vizconde de
la Puebla de
Alcocer, Señor de las Villas de Capilla, Curiel y Burguillos; al contrario, se
leen con placer y curiosidad precisamente por ser costumbre de un remoto
pasado. Y por lo mismo se le perdona el texto harto adulador:
“En fe
del buen acogimiento y honra que hace Vuestra Excelencia a toda suerte de
libros, como príncipe tan inclinado a favorecer las buenas artes… he
determinado de sacar a luz al Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha , al abrigo del
clarísimo nombre de Vuestra Excelencia, a quien, con el acatamiento que debo a
tanta grandeza, suplico le reciba agradablemente en su protección… poniendo los
ojos la prudencia de Vuestra Excelencia en mi buen deseo, fío que no desdeñará la
cortedad de tan humilde servicio.”
La
segunda parte va dedicada al conde de Lemos, de quien el buen Cervantes llega a
declararse “criado” y apunta que “don Quijote quedaba calzadas las espuelas
para ir a besar las manos de Vuestra Excelencia”.
Y como
tales, podemos encontrar muchas dedicatorias en aquellos días.
No es
que hoy haya desaparecido el espíritu lisonjero o de agradecimiento, pero si se
dirige a un ser querido es cursilería; si se dirige a una persona con poder, se
llama lambisconada.
Al
lector de hoy no le incomoda encontrar una dedicatoria “a mi mujer” o “a mis
hijos”. Pero si se alarga un poco, para decir “a mi mujer, porque sin su
sacrificio y amor… bla, bla”, entonces opinamos que dicho agradecimiento debió
quedarse en casa.
Hoy
desterrarían del mundo de las letras a un escritor que, a la manera cervantina,
dedicara así su novela:
“A
Enrique Peña Nieto, presidente constitucional de los Estados Unidos Mexicanos,
licenciado en derecho por la Universidad Panamericana ,
insigne ex gobernador del Estado de México, preclaro atlacomulquense: Quiera
Dios que las páginas de mi novela encuentren indulgencia en sus sabios ojos y
que en su incansable esfuerzo por alcanzar la felicidad de nuestra patria haya
un momento de reposo durante el cual pueda ocuparse de las aventuras de mis
personajes…”
Y, sin
embargo, lo que ha cambiado del Siglo de Oro para acá son las fórmulas y el
lenguaje, pues el espíritu lisonjero sigue intacto. Hoy no se practican esos
discursos cervantinos, pero hay que ver en las ferias de libro cómo los
escritores sin título de estrellas se arrastran ante los jefes de las grandes
editoriales, les celebran sus chistes, y mudos y absortos y de rodillas los
adoran como a dios ante su altar. Esos editores, a su vez, aceptan el
endiosamiento y acaban por creer que son algo más que comerciantes.
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