Una
tarde de hace treintaiocho años, cuando era regio, me paré en la esquina de
Mississippi y Chipinque, y me puse a pedir aventón. Se detuvo un auto, bajó el
cristal y de inmediato reconocí al conductor. Era Eusébio.
Casi
había olvidado la anécdota. Pero hace un par de años publiqué una de mis
novelas en Portugal. Cuando estaba por viajar a Lisboa, un periodista deportivo
me entrevistó telefónicamente. Él quería relacionarme de algún modo con el
mundo del citius, altius, fortius, así que le hablé de que en uno de mis libros aparecía
un maratonista frustrado porque no pudo ir a las Olimpiadas de 1924. Le conté
que en otra armaba una pelea de box entre Max Schmeling y el campeón polaco de
aquellos días: un superviviente de Auschwitz llamado Antoni Czortek.
Cerca
del final de la entrevista, el reportero me presionó un poco para que recordara
alguna anécdota más interesante que mis propios libros. Entonces surgió el
recuerdo.
Al
llegar a Lisboa, volví a ver al periodista. Me enseñó la nota con un título que
no comprendí: “Este escritor já apanhou boleia de Eusébio. No México!”, y noté
que había una serie de detalles que yo no mencioné ni recordaba. Como el modelo
del automóvil.
“¿De
dónde sacaste esto?”, le pregunté.
“Hablé
con Eusébio”, me dijo. Por supuesto, la Pantera Negra no
recordaba el hecho. Apenas dijo que a veces se detenía a dar aventón, o boleia, como entonces aprendí que
se dice en Portugal.
La
nota facilitó el trabajo de la encargada de prensa en la editorial, pues ahora
me querían entrevistar todos los medios. Radio y televisión incluidos. Pero,
claro, nadie quería saber nada sobre mi libro.
Entre
tanta pregunta llegué a decorar la anécdota con un poco de esa ficción con la que
los novelistas llenan los vacíos de memoria, pero sin llegar al terreno de lo
que se llamaría una vil mentira. Y es que sentía cierta fascinación por el
significado de lo que estaba ocurriendo. Eusébio se habría topado de modo
accidental y superficial con millones de personas, y yo estaba en Portugal
diciendo a los medios que Toscana era uno de esos tantos que recordaban a
Eusébio sin que Eusébio los recordara.
Sentí
también fascinación y envidia por el modo en que un balón puede construir
ídolos mucho más sólidos que las letras. Si Vargas Llosa se saca una foto con
Edson Arantes do Nascimento, muchos preguntarán ¿quién es ese señor con Pelé?
Juan Villoro y Copérnico tienen razón sobre la redondez de lo divino.
Ahora
que escribo esto, me vino otro par de recuerdos. Por aquellos mismos mediados
de los años setenta, me topé con Evanivaldo Castro “Cabinho” en una gasolinera
y jugué una cascarita con Milton Carlos. Imposible que uno y otro dieran a los
eventos la importancia que yo les asigné.
Muchas
veces he utilizado esta columna para criticar que la gente dé tanta importancia
al futbol. Pero hoy ando en actitud más humilde. Yo también fui del vicio. Y
ahora que estoy en Polonia recuerdo cuánto admiré a Tomaszewski, Lato, Deyna,
Szarmach, Zmuda y demás, y hasta siento nostalgia por la ansiedad que me daba
la inminencia de un partido de mi equipo y la euforia con la que celebraba cada
gol.
Hoy
beberé vino portugués y escucharé un disco de Cristina Branco para reflexionar
sobre lo que perdí o gané cuando dejó de atraerme el futbol y para brindar por
el buen Eusébio da Silva Ferreira, con el que apanhei boleia.
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