Mis travesías bicicleteras me llevaron a un pueblo alemán
llamado Altötting. Se cuenta que en ese sitio revivió hace más de quinientos
años un niño ahogado cuando su madre lo recostó junto a la estatua de María;
otra de tantas vírgenes morenas, no porque la original fuera morena, sino
porque la madera se pone prieta.
Entre los lugares de peregrinación, yo solo conocía
Espinazo. Las diferencias son muchas. No es lo mismo el desierto que Baviera, y
me gusta más el desierto.
Pensé que con su tradición artística los alemanes harían
exvotos con mayor destreza, pero no resultó así. En general muestran la misma
ingenuidad que los nuestros, y si en algunos aparece algo más de técnica, van
cuesta abajo en expresividad.
La principal diferencia se da en la variedad de percances
que sufren los alemanes.
Hay varios en los que alguien cayó del trineo y,
milagrosamente, no le pasó nada. Yo pensaba que ni siquiera era peligroso ese
accidente. Uno cae en la nieve acolchonada y hasta resulta divertido.
A otros se les rompe la capa de hielo mientras patinan.
Salen con bien sin ahogarse ni sufrir hipotermia gracias a la virgencita que
desde arriba manda su amor en forma de rayos amarillos.
Hay un dibujo de un excursionista. Vemos que está a punto de
golpearlo en la cabeza una enorme masa de hielo mientras arriba pasa un avión.
Él agradece a la virgencita por estar vivo y asegura que el proyectil viene del
baño de un avión. Cosa que es mentira, pues no vayamos a creer que cada vez que
le estiramos al sanitario de un Airbus nuestras excrecencias van al cielo.
Hay gente que se salvó de ser devorada por lobos. Mambrús
que fueron a la guerra.
Uno más, agradece a la buena madre que le ayudara a
sobrevivir los tormentos de la rueda. Se refiere a una costumbre muy germana de
amarrar manos y pies de ciertos presos a la circunferencia de una rueda de
carreta. Luego se le agarra a mazazos para romperle los huesos y, finalmente,
matarlo. También es difícil de creer la historia de este exvoto. Pieter
Brueghel pinta estas ruedas estilizadas en “El triunfo de la muerte”. Santa
Catalina de Alejandría sobrevivió a la versión romana del tormento.
Se ven muchos accidentes de coche: choques,
atropellamientos, despeñamientos, autos sumergidos en un río.
A veces me dan ganas de creer en estas cosas, pero tendría
que deshacerme de mi mente racional. Pienso, por ejemplo, en un hombre que
agradece no haber muerto cuando le cayó encima un balcón.
Si se derrumba un balcón cuando yo voy pasando, no me
sentiré afortunado de estar vivo; supondré que tuve pésima suerte, pues he ahí
un balcón que se mantuvo firme durante cien años y justo se desmorona cuando yo
iba por debajo.
Lo mismo me sentiré calamitado si tengo cualquier otro tipo
de accidente.
Una peregrinación de Toscanas creyentes en Altötting expresaría más
reclamos que gratitud a esa virgencita de madera de tilo gustosa de ahogar
niños para luego resucitarlos, que tira piedras del cielo a los excursionistas
y apenas los descalabra, que rompe el hielo bajo los patinadores para darles
una calada, que manda lobos hambrientos para pegarles un susto a los
trasnochadores del bosque.
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