“Los Trotta no eran de antiguo linaje. El
fundador de la dinastía había obtenido el título de noble después de la batalla
de Solferino.” Así comienza Joseph Roth su novela La marcha de Radetzky.
Más allá de su importancia militar, la
batalla de Solferino pasó a la historia como la última en que los jefes de Estado
beligerantes estuvieron en el campo de batalla dirigiendo sus tropas. Ahí
estaban Francisco José I, Vittorio Emanuele II y Napoleón III.
Si retrocedemos en el tiempo veremos al
primer Napoleón en Guerra y Paz
encabezando su ejército en Rusia. Tolstói nos da una de las mejores escenas de
la novela cuando, tras la batalla de Austerlitz, Nikolai Rostov encuentra a su
zar Alejandro derrotado, desorientado, desamparado y no se atreve a hablarle.
Mucho más atrás está el relato de la
batalla del puente Milvio en la que se enfrentaron dos emperadores romanos:
Constantino I y Majencio. La victoria del primero y la muerte del otro en las
aguas del Tíber marcarían el posterior establecimiento del cristianismo como la
religión oficial del imperio romano.
Hurgando en la historia y la literatura
del pasado hallaremos múltiples ocasiones en que los jefes máximos acompañaban
a sus ejércitos. En México, incluso un hombre tildado por la historia de
cobarde, como Antonio López de Santa Anna, dejaba la seguridad y los lujos de la
presidencia para meterse entre balas y cañonazos. No perdió la pierna jugando a
la matatena.
La
marcha de Radetzky
termina con el inicio de la
Primera Guerra Mundial, una guerra con más sacrificio que
heroísmo. Para entonces, ningún personaje de novela ni de la vida real
mostraría la devoción que Rostov muestra por su zar. El sinsentido de esa
guerra se expresaba con el canto emblemático de los ingleses: “Estamos aquí
porque estamos aquí porque estamos aquí porque estamos aquí…”. No había razones
de patria ni admiración por los líderes, sino algo emparentado con el absurdo. Entonces
se escribieron novelas como Los
generales mueren en la cama.
Los ejércitos continúan hoy haciendo
juramento de lealtad a los jefes de Estado, aunque estos jefes puedan ser
cobardillos que huyen al sonoro rugir del cañón; petimetres que evaden el
servicio militar y luego firman edictos que sentencian a millones de personas a
sufrir las calamidades de una guerra.
Estaríamos más cerca de evitar los
conflictos bélicos si en alguna Convención de Ginebra se hubiese redactado el
siguiente artículo: “Cualquier jefe de Estado que declare una guerra deberá
acompañar a su ejército al país invadido durante la duración del conflicto.”
Alguien dirá que en el pasado remoto esto
no ayudó a mantener la paz. Y ha de tener razón. Pero vivimos en el presente, y
hoy las agallas están en vías de extinción. ¿Acaso en este departamento son
comparables Napoleón con George W. Bush? ¿Los nobles difuntos del Titanic con
los despavoridos paseantes del Costa Concordia? ¿Los mexicanos de 1910 con los
de hoy? ¿Porfirio Díaz con Calderón? ¿Los gladiadores con los futbolistas? ¿Cervantes
con el Toscana?
Esto último me convenció. Y quien se crea
que los tiene bien puestos, lea Don
Quijote y comprenda así la diferencia entre la valentía y la temeridad.
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