Como
los asistentes al cine tienen poca imaginación y casi nula inclinación
artística, es necesario que el director y su equipo les digieran la mayor parte
del espectáculo. Hoy día echan mano de afinados efectos especiales para que en
la pantalla ocurra justo lo que debe ocurrir. Además, hay que tomar cuidado del
elenco, pues si alguien decide hacer otra versión de Lolita, y para el papel principal contrata a una actriz
afroamericana de cuarenta años y ochenta y ocho kilos, nadie va a morder el
anzuelo.
La
literatura ni siquiera se cuestiona estas cosas. Basta describir a un personaje
en unas líneas para que el lector se haga una imagen. Si en una novela se dice
“el edificio se derrumbó”, entonces el edificio se derrumba sin necesidad de
cargas de dinamita o animaciones de computadora. Ah, benditas palabras.
En
cuanto a su capacidad para imaginar y dejarse seducir por el arte, me gusta más
el público del teatro. Ahí un telón de fondo mal pintado se vuelve
perfectamente un bosque o una ciudad medieval. Los espectadores aceptan las
reglas y la libertad del arte y miran hacia el escenario con la disposición de
un niño.
Los
que llevan esta actitud al extremo son los asistentes a la ópera. Serán muy
exigentes en cuanto a las puestas en escena y las voces, pero ahí sí se acepta sin
remilgos que una italiana de cincuenta años sea una quinceañera japonesa. El
más feo de los tenores puede ser el galán y la robusta mujer un figurín.
Se
acepta que Rigoletto proclame a gran voz su tragedia ante la hija muerta sin
que nadie lo escuche, mientras a él llegan con claridad las notas de La donna è mobile que se cantan
intramuros.
En la
vida solemos silenciar o acaso susurrar la vergüenza y la culpa, pero tenores,
sopranos, barítonos y demás han de proclamarlas a los cuatro vientos. Lo mismo
ocurre con todos los secretos.
En la
ópera, Cenicienta no tiene que ser la más bella de las hermanas, sino la que
mejor canta. Los moribundos no se despiden con estertores, sino con arias
intensas o dulces, así sean tuberculosos.
Se
disfruta el absurdo de entonar con buen volumen canciones que precisamente
llaman a guardar silencio. Ahí están los zitto
y zitti. Se llega al clímax de
lo irracional y del disfrute cuando el conde Almaviva y Rosina deben huir
rápidamente por la escalera del balcón, pero no lo hacen porque pasan largo
tiempo cantando que deben apresurarse en huir.
Algunos
critican la ópera precisamente por esta incapacidad de acercarse a la vida
real. Pero ahí lo que falla es la imaginación del que critica. La posibilidad
de ver lo que no es, de crear y recrear en la mente es don de los niños, y la
mayoría lo va perdiendo con la edad. Con el paso de los años vamos endiosando
algo que llamamos realidad aunque siempre sea esquiva, y desechamos la fantasía
aunque esté al alcance de la mano. Y luego nos preguntamos por qué los niños
son felices y los adultos tendemos a la amargura.
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