Si
decido llenar mi departamento con muebles viejos, eso está bien. Visito una
serie de anticuarios, elijo entre vejestorios que no se consideren piezas
únicas, pues están lejos de mi bolsillo, y listo. Ahora cualquier visitante me dice
que vivo como antes de la guerra. Justo lo que necesita mi nostalgia.
Si confieso
que no entiendo el arte moderno y prefiero visitar museos con lienzos de hace
cien o quinientos años, me tildarán de conservador, pero algo hay de respetable
en marcar un gusto.
Si
prefiero los clásicos literarios a la literatura contemporánea, entonces soy un
hombre sabio.
Ni se
diga en arquitectura. Las casonas antiguas se plantan frente a calles y
avenidas con una dignidad y belleza que no posee la arquitectura de hoy. Aunque
los nazis destruyeron buena parte de Varsovia, tengo la suerte de vivir en un
edificio de 1918 que sobrevivió de milagro. Los amigos me lo chulean, aunque
tiene problemas de aislamiento y por las centenarias ventanas se mete el
invierno.
En
todo tenemos derecho a echar un vistazo al pasado, y se puede ganar en belleza
y elegancia. Pero hay algo donde tradicionalmente se nos impone un gusto ajeno
y novedoso: en la vestimenta.
A
alguien le pueden gustar los muebles Luis XV, pero ay de él si sale a la calle
vestido como cortesano de la época. Creo que las túnicas griegas eran cómodas,
pero una cosa es leer a Aristóteles y otra es presentarse a dar un curso
vestido a su manera.
Gente
como Tolstói, que oponía resistencia a los modelos literarios franceses, y que
al final prefirió el traje de campesino, nunca tuvo problemas para aceptar lo
último de la moda en vestuario dentro de sus novelas. Sus personajes estaban
siempre dispuestos a criticar a quien se pusiera un vestido o traje del año
anterior. Guerra y paz y Anna Karenina son dignas
de una pasarela.
En el
caso de Dostoievski, él nos cuenta que Raskólnikov comete un error grave cuando
se dirige a casa de la prestamista: usar un sombrero gastado y pasado de moda.
“Era
el tal sombrero de copa alta, comprado en casa de Zimmerman, ya muy estropeado,
raído, agujereado, muy cubierto de abolladuras y de manchas, sin alas: en una
palabra, horrible.”
De
hecho, cuando ya estaba muy pasada la moda del sombrero de copa, por alguna
razón sentimental los diplomáticos continuaron utilizándolo. Por eso, en 1945
luce tan fuera de lugar el ministro de exteriores de Hirohito al firmar la
rendición de Japón. Rodeado de militares y marineros, la pretendida dignidad de
su vestimenta le inyectó un tono más humillante a la ceremonia.
Me
puse a pensar en estas cosas porque ayer vi la lista de multimillonarios de
Forbes y encontré algunos personajes de la moda. Normal, si tratamos de tener
siempre lo último. Eso sin contar que ahora la ropa no está hecha para durar años,
como el capote del personaje de Gógol, sino para lavar y tirar. Mis Levi’s
solían durar años. Ahora a los pocos meses se rompen del encuarte. Eso también
sin meterme en el asunto de que buena parte de los atavíos excesivamente caros
se compra con dinero malhabido.
Los
editores también tratan de establecer modas. Hay que leer la última novedad.
También imprimen libros de menor calidad en contenido, con papel que se
amarillenta a los dos meses y empastados que se deshojan. Pero cosa rara, a
ninguno de ellos vi rozándose con nuestro buen Carlos Slim.
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