Los
escritores no solemos ocuparnos de las necesidades fisiológicas de nuestros
personajes. Si bien, hay muchas excepciones.
La
mejor recordada es la penosa situación de Sancho Panza en aquel capítulo de los
molinos de batán, cuando “le vino en voluntad y deseo de hacer lo que otro no
pudiera hacer por él”. Así, en lo que exoneraba el vientre, don Quijote le
pregunta si tiene miedo.
—Sí
tengo —respondió Sancho—; mas ¿en qué lo echa de ver vuestra merced ahora más
que nunca?
—En
que ahora más que nunca hueles y no a ámbar —respondió don Quijote.
En el
cuento “Como el mundo”, Jesús Gardea nos cuenta la historia de dos hijos que
deciden dejar a su gordo padre encerrado en una letrina. El hombre sobrevivió
ahí apenas un día, y “la noche siguiente, de madrugada, un soplo de viento nos
trajo una hedentina atroz, como si se estuviera pudriendo el mundo entero”.
Luis
Arturo Ramos se ocupa de la micción en su novela La casa del ahorcado, mientras
que en Palinuro
de México, Fernando del Paso dedica un buen tramo a necesidades más
etéreas.
Luego
de pasar hambre, Eric María Remarque relata en Sin novedad en el frente el
afortunado encuentro de unos soldados con un lechón. “Pasamos una mala noche.
Hemos comido demasiada grasa. La carne fresca de lechón recarga los intestinos.
Es un continuo entrar y salir del refugio. Fuera hay siempre dos o tres hombres
en cuclillas, con los pantalones bajados y blasfemando. Yo mismo he de salir
nueve veces. Hacia las cuatro de la mañana batimos el récord: los once hombres,
centinelas e invitados, estamos agachados fuera del refugio”.
Entre más
pienso más ejemplos se me ocurren, al punto de que podría olvidarme de la
primera frase de este texto. No he hecho un esfuerzo ensayístico para saber
hasta dónde los escritores han considerado los asuntos fisiológicos o si lo han
hecho de modo elegante o vulgar, lo que sí me consta es que los arquitectos lo
han hecho muy mal.
Cada
vez que paso por aeropuertos, centros comerciales, salas de exposiciones u
otros lugares de reunión masiva, me topo con la misma escena: el baño de
hombres está casi vacío, mientras en el de mujeres hay una fila para siquiera
poder entrar.
Quienquiera
que escriba los nuevos libros de arquitectura, ha de dedicar algunas líneas en
el capítulo sobre baños con las siguientes indicaciones:
Las
mujeres tienen más motivos para ir al baño que los hombres.
Las
mujeres suelen asistir en mayor número a los sitios públicos.
Ellas
requieren más espacio para realizar aquello que otro no pudiera hacer por
ellas.
A
ellas les toma más tiempo; eso lo sabe cualquier ingeniero que conozca el
análisis de tiempos y movimientos.
Y sin
embargo, el área que se asigna para uno y otro sexo suele ser la misma cuando,
según mis cálculos, la equidad se alcanzaría en el tres por uno.
Mientras
los arquitectos prefieran la simetría al funcionamiento, el asunto quedará en
la inequidad. Si yo fuese arquitecto, queridas damas, buscaría el equilibrio.
Pero sólo soy un poverino escritorzuelo.
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