Si por
alguna mala jugada del destino este diciembre amaneciera yo en Los Pinos,
miraría con desolación los 2191 días que me quedaran por delante. Caramba, le
diría a mi primera dama, ¿por qué no dejamos que ganara Quadri?
Luego
de un café bien cargado, sostendría una reunión con mi gabinete. Me preocuparía
notar que así, adormilado y diciendo sandeces, esa gente me miraría con
atención y asentiría como si fuese yo una especie de gurú. Esto no me pasaba
cuando era escritor, me diría, pues cualquier lector de medias luces solía
criticar mis novelas y llenarme de consejos que nunca pedí.
A mi secretario
de Educación le exigiría un plan ambicioso, pues le duplicaría el presupuesto.
Al de Hacienda le diría que viera a qué dependencias vamos a castigarles el
gasto para mandarlo a la SEP.
“No me
importa ver las calles llenas de baches. Primero los estudiantes, luego los
automovilistas. Y pon a los diputados a medio sueldo”.
Para
no hacerme cargo de las cosas, les diría “Confío en ustedes”, y los despacharía
a sus distintos ministerios. Apenas me viera solo, me pondría a buscar la
biblioteca.
Una
vez ahí, miraría con desilusión las colecciones empastadas en piel, señal de
que no son libros para leer. En ningún estante hallaría algún clásico de la
literatura. De inmediato tomaría una decisión: Voy a Gandhi.
Al dirigirme
al metro Constituyentes, el jefe del Estado Mayor Presidencial me recordaría el
esplendor de mi investidura. Acordaríamos mandar al chofer con una lista de
compras. “Quiero Guerra y paz en pasta dura”. La lista sería larga. Aprovecharía
que vivo del erario para comprar álbumes de arte y varios libros del Acantilado
que nunca estuvieron al alcance de mi bolsillo. Por fin tendría toda la
colección de Artes de México.
Inevitable
sostener audiencias con gobernadores, líderes sindicales y senadores que me
arrancarían más de un bostezo. Cuando viera entrar a mi chofer con las bolsas
de Gandhi, dejaría a los políticos lamebotas con mi secretario particular. Me
iría a la biblioteca a desparramar los libros nuevos. “Al fin, el álbum de
Remedios Varo”. Tanto que me había dolido el codo cuando compraba los libros
con el sudor de mi frente.
Esa
noche convocaría a mis colegas escritores para que vieran cómo vive un
presidente. “Bola de muertos de hambre”, les diría mientras les sirvo un
Château Petrus. A los del Crack, el guardia les habría impedido la entrada. A
mis amigos les daría becas. Al que más mal me cayera lo nombraría presidente
del Conaculta.
Mi
desinterés en la economía, en la política, nos llevaría a otro error de
diciembre. Mi imagen caería al suelo, pero nada que no se pueda arreglar con un
amplio gasto en imagen.
Al
final de mi presidencia, habría ganado todos los premios literarios, excepto el
Mazatlán. Habría muchos muertos más en México. También más pobres más pobres y
menos ricos más ricos. Gobernadores más ratas. Mis discursos, más huecos que mi
prosa. Mi doble presupuesto en educación se lo habría chupado el sindicato. Guerra y paz se quedó intacto en el librero.
Al
final, me preguntaría lo mismo que puedo preguntarle a cualquier presidente que
ha transado, arañado, matado y jalado cabellos con tal de ser presidente: ¿Para
qué, señor presidente? ¿Para qué?
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