Otra
vez leí Un puente sobre el Drina. Una vez más sentí asombro y
envidia por esa novela que cuenta la historia de un puente que es la historia
de un pueblo que es la historia de los Balcanes que es la historia de los
imperios.
Me
regodeé otra vez con mis subrayados e hice otros más. Creo que mi preferido es
un párrafo que bien podría ser epígrafe para los cuentos de Eduardo Antonio
Parra.
“Pero
es por la noche, solo por la noche, al revivir e inflamarse los cielos, cuando
se revelan la infinidad y la fuerza poderosa de este mundo en el que el hombre
se pierde, sin tener conocimiento ni de sí mismo, ni del lugar al que ha ido,
ni de lo que quiere o debe hacer. Solo por la noche se vive verdaderamente con
serenidad, por largo tiempo; solo por la noche no existen las palabras que
comprometen para toda la vida, ni las promesas mortales, ni las situaciones sin
salida, con el breve plazo que corre y se escapa inexorablemente, y con la
muerte o la vergüenza como único término y posibilidad de escape. Sí, por la
noche no sucede como en la vida diurna, en la que lo que se dice una vez
permanece irrevocable y convertido en ineludible promesa. Por la noche, todo es
libre, infinito, anónimo y mudo.”
Y en
términos más extensos, mi preferido es el capítulo quince. Al igual que amo el
capítulo quince de El desierto de los tártaros, aquél en el que
el teniente Angustina se deja morir luego del extremo heroísmo de haber
marchado con unas botas que le machucaban los pies y dejando una frase a
medias. “¿Qué querías decir, Angustina? Te has marchado sin terminar la frase;
quizá era algo absurdo e insignificante, quizá una absurda esperanza, quizá
incluso nada.”
Pero
volviendo al quince del Drina, ahí tenemos la historia de un
tuerto, pobre diablo, ingenuo y fracasado que se emborracha por cortesía de
quienes lo torturan con sus burlas. Una oscura madrugada de invierno sus
compañeros de juerga lo azuzan para que camine sobre el pretil del puente. Él,
entre resbalones, cantos y bailes, va poco a poco avanzando, mientras el lector
está seguro de que caerá a las aguas heladas del río.
Al
final, llega al otro lado del puente sano y salvo, y Andrić convierte la
travesura de borrachos en algo glorioso. Nos cuenta que los niños que a esa
hora iban ya a la escuela “no podían comprender el juego de las personas
mayores, pero en su memoria quedó grabada para toda la vida, junto al perfil de
su puente natal, la imagen del Tuerto, de aquel hombre conocidísimo en la
ciudad, el cual, tras una extraña transformación, ligero, transportado como por
arte de magia, dando saltitos atrevidos y alegres, caminó por donde estaba
prohibido caminar y llegó adonde nadie había llegado jamás.”
El que
sepa de literatura sabrá que aquí hay una celebración por el ser humano y hay
que alzar la copa porque derrotamos la imposibilidad de venir al mundo.
Pero
ojo. Si usted tiene el libro, tache las últimas dieciocho palabras finales del
capítulo y termínelo como yo lo escribí arriba. Verá la diferencia entre lo
sublime y la versión floja de un excelente traductor, pero que derramó el agua
cuando la pólvora estaba a punto de estallar.
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