Cuando
era ingeniero industrial, el trabajo más sencillo lo encontraba en las empresas
ineficientes. Bastaba con pasearme por el área de manufactura para identificar
los cuellos de botella, las operaciones que se duplicaban, las tareas que
debían integrarse, las que debían dividirse y las que debían eliminarse, los
puntos donde se generaban defectos y desperdicio, y donde existía riesgo de
accidentes.
Entre
peor fuese la situación de la empresa, más fácil era alzarse como héroe. De la
noche a la mañana, los números rojos se podían volver negros, y esto se lograba
con un poco de colmillo, creatividad y sentido común.
El
análisis de tiempos y movimientos, teoría de colas, simulaciones por
computadora, sistemas a prueba de error y demás linduras de la ingeniería
industrial se dejaban para las empresas que ya eran eficientes y querían
alcanzar un nivel más alto. Aquí había que cuidarse de implementar algún cambio
aparentemente bueno, pero que acabara por fastidiar la producción o a los
obreros.
En
cambio, había que ser un ingeniero muy despistado para empeorar la situación de
una empresa casi inoperante.
Ya
imaginará el lector para dónde voy con este prólogo.
Pero
no quiero hablar ahora de todo el gobierno y todo el país, sino apenas de la
educación.
Lo más
importante para dirigir esfuerzos es tener una brújula, una misión, un
objetivo, una definición de sí mismo.
Tratar
de alcanzar al corto plazo los niveles de Finlandia nos sumiría en la
inactividad, pero bastaría pasearse por las aulas, conversar con un grupo de
alumnos de secundaria y notar su incapacidad para expresarse oralmente o por
escrito, para proponer algunos ajustes al sistema de educación.
Ahora
la fábrica de ilustrados funciona tan mal, que no hacen falta linduras
pedagógicas ni grandes inversiones para diseñar e implementar algunas reformas;
bastaría un poco de colmillo, creatividad y sentido común.
La
situación es tan mala que de veras hay que ser muy despistado para empeorarla. Y
sin embargo, vamos a velocidad constante por ese camino. Este sexenio la SEP fabricará una cantidad
récord de de infrapensantes.
Y no
hay escapatoria, pues las autoridades piensan que su función es regentear
maestros y no enriquecer alumnos.
Si a
los directivos de la SEP
les encomendáramos una planta de automóviles, su reforma automotriz nada
tendría que ver con nuevos modelos, motores más eficientes o autos más seguros.
Se ocuparían en domesticar al sindicato, controlar y evaluar el entrenamiento
de los obreros, reglamentar las promociones y aumentos de salario; y una vez
conseguido esto, se sentirían triunfantes así salgan los autos abollados, sin
ruedas y de chispa retardada.
Pero
como nadie de los de arriba va a leer esta columna, y como nadie en la SEP va a ocuparse de veras por
los alumnos, entonces mis palabras no pasan de ser un mero despotrique.
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