En un
gesto de modestia que a veces tienen los genios, Isaac Newton dijo que él
estaba parado sobre hombros de gigantes. Esta metáfora, atribuida a Bernardo de
Chartres, significa algo muy certero: los científicos han venido acumulando
conocimiento a través de los siglos y cada uno comienza su carrera con la
estafeta que le legaron sus antepasados.
Un
físico de hoy sabe más que el propio Newton sobre la inercia, la aceleración o
atracción gravitacional, si bien es probable que por sí mismo nunca hubiese
podido descubrir alguna ley del movimiento.
Hoy
cualquier aplicado niño de primaria sabe más sobre la circulación sanguínea que
Galeno. Aunque ya casi nadie sepa identificar constelaciones, cualquier neófito
sabe sobre los astros algunas cosas que Ptolomeo nunca imaginó. Un matemático
bien entrenado conoce, y quizás entienda, la solución de varios de los
problemas con los que David Hilbert retó a la comunidad matemática en 1900.
Me
gustaría decir que en el mundo del arte también podemos montarnos en los
hombros de gigantes, pero no. A veces parece lo contrario: que esos gigantes
nos pisotean.
Y es
que según seamos músicos, pintores, arquitectos o escritores, podemos decir que
el clímax de nuestra actividad se alcanzó hace cien, doscientos, quinientos o
tal vez dos mil años.
El
arquitecto de hoy prefiere olvidar a sus clásicos. Ya no lee a Vitruvio en la
universidad y se olvidó de que el hombre es la medida de todas las cosas.
Visita alguna ciudad antigua y mira los edificios con admiración y envidia,
pero no pretende emularlos. Acepta su derrota desde que comienza a dibujar los
planos. Tiene como excusa los costos, los materiales, la mano de obra no
calificada, el maligno espíritu de Bauhaus, y acaba por diseñar una
mamarrachada que más valdría no construir.
El compositor
llora con Mahler, Bach, Verdi, pero son genios que se daban en otras épocas.
¿Quién va a ponerme hoy una orquesta de setenta músicos para estrenar mis
partituras? Además, los padres de hoy no son como Leopold Mozart. Más vale
afiliarse a la sociedad de compositores y hacer baladas para alguna cantante de
falda corta.
Un
astrónomo lee hoy el Almagesto con sana curiosidad. En cambio, un
escritor lee la Odisea o Don Quijote o Los
hermanos Karamazov con reverencia, con la certeza de presenciar lo
inalcanzable, y ante el pisotón de los gigantes opta por seducir lectores de imaginación
igualmente ajada con historietas de policías y ladrones.
Cada
año, los premios Nobel de ciencia van a personas que en algo superaron a sus
antepasados. No podemos decir lo mismo sobre los de literatura.
Por
supuesto estoy haciendo una comparación trucosa, pero que sirve como obertura
para una discusión eterna. Armas y letras, comparó Cervantes, o quizás lo hizo
don Quijote, y sin duda el manco de Lepanto se sentía más orgulloso de su
espada que de su pluma, o quizás era don Quijote. Alguien dirá que no se
comparan peras con manzanas, pero sí puede y debe hacerse, en sabor, cáscara,
precio, peso, dulzura, forma y muchos aspectos más y gracias a eso decidimos
comer una u otra, o una después de otra o preparar un coctel o desechar ambas.
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