El escritor argentino C.E. Feiling |
“¡Cualquiera
sabe que entre esas dos líneas no hay correspondencia!”, comenta el reseñista
pobre diablo. “A partir de ahí, ya no disfruté la novela, no podía quitarme de
la cabeza esa pifia o mentira.”
La
mentecatez del crítico es magna. Con esos criterios, La última cena de Leonardo da Vinci sería una porquería
porque así no era como se cenaba en la época de Cristo o porque el Cristo
parece más italiano que judío. Y ni se diga de tantas crucifixiones que buscan
más una expresión estética del dolor que una realidad histórica. Mi favorita,
la de Mantegna, está muy alejada de una intención documental o histórica.
Y sin
embargo, los historiadores y críticos mentecatos les están ganando la partida a
los novelistas. Señalar un “error” en una novela es motivo de satisfacción para
el lector y de suma vergüenza para el escritor. Umberto Eco habla de que cuando
se tienen millones de lectores, siempre habrá algunos que tengan un dato que él
no tuvo. Esta gente ociosa le ha recriminado que en El péndulo de Foucault su personaje no haya visto un
incendio que justo en la fecha indicada en la novela ocurrió por tal y cual
calle de París.
Más
aún, son numerosos los escritores que se jactan de la investigación histórica
que hicieron para poder escribir su novela.
El
escritor argentino C.E. Feiling me contó que nunca terminaba de escribir una
novela sobre Leopoldo Lugones porque siempre había más que investigar. Una vez
que Feiling entrevistaba a William Golding le contó sus penurias y Golding le
respondió: “¿Para qué investigas tanto? ¿Acaso no tienes imaginación?”. Muy
pronto Feiling publicó la obra que parecía interminable: Un poeta nacional.
Que la
imaginación y el arte le otorgue mayor autoridad a la historia tiene tres
ventajas para el escritor: la primera es que hay más lectores dispuestos a leer
verdades que fantasías; la segunda, que es más fácil tomar prestado de la
historia que crear un mundo; la tercera, que un escritor puede encargar todo el
trabajo duro a sus mancebos.
La
ventaja para el lector es que puede hablar de lo que leyó con la suficiencia de
un historiador. Haga usted la prueba. Lea La
fiesta del Chivo y Cien años
de soledad, y verá que la novela de Vargas Llosa le da mucho más
material de conversación.
Nadie,
excepto García Márquez, pudo contar la historia de Macondo; nadie, salvo Rulfo,
nos pudo llevar de la mano a Comala; pero incontables autores, testigos o no,
han narrado la vida en el Gueto de Varsovia.
En
estos días en los que el autor se convierte en el embajador de sus propios
libros, tendemos a olvidar que las novelas tienen un narrador, y que este
narrador, por respeto al arte, tiene derecho de mentir, engañar, imaginar,
soñar, enviar al drenaje las verdades históricas que le obstruyan la belleza. Y
el autor no tiene por qué salir a la defensa de su narrador.
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