En su
novela Arco de Triunfo, Erich
Maria Remarque nos narra una comilona que se lleva a cabo en un burdel: “Siguió
después una vichyssoise de primerísima calidad. Luego rodaballo con Meursault
1933… Sirvieron después espárragos verdes, delgados. Vinieron luego los pollos
asados y tiernos, una ensalada con una pizca de ajo y, para acompañar todo
ello, Château St. Emilion. En el extremo principal de la mesa bebieron una
botella de Romanée–Conti 1921. «Las muchachas no aprecian esto», dijo Madame.
Ravic sí lo apreciaba. Le trajeron una segunda botella.”
La
escena ocurre en 1938. Ravic es un culto médico alemán, pero pobre, pues debe
trabajar ilegalmente en la
Francia de tiempos de la inminente guerra. Aunque el vino
superior no alcanzaba los precios a los que se cotiza hoy, ni existía un Robert
Parker que corrompiera gustos y mercados, es evidente que en la cabecera están bebiendo
algo sublime, mientras que a las prostitutas, o sea, a las “muchachas que no
aprecian esto” les dan un vino regular.
Para
un novelista es difícil situar su novela en París sin caer en la tentación de
hablar de vinos, pues con esto demuestra que no es un mero turista.
Fernando
del Paso tiene fama de connoisseur
y nos presenta en Linda 67 una
serie de viandas bien acompañadas de algunos vinos, con el infaltable Château La Fleur –Pétrus 82.
He
visto botellas de este vino en la mesa contigua en un restaurante, donde
algunos políticos se lo bebían como coca cola, sin detenerse a degustarlo, a disfrutar
de sus bondades mientras se conversa con inteligencia, pero eso sí: aclarando
que era carísimo. Solo mi alicaída dignidad evitó que fuera a probar los
remanentes de las botellas una vez que los falsos servidores públicos se habían
marchado.
Tengo
la impresión de que en buena medida estos excelentes vinos acaban por
convertirse en perlas para los puercos, pues ya lo sabemos: las clases altas
son cada día más vulgares.
Quienes
regentean los viñedos se esmeran en obtener una calidad que impresione a los
críticos, y una vez conseguido esto, el precio se eleva más allá de los
bebedores sensibles.
En mi
infancia solía ver un programa llamado Reino
salvaje. Era muy común que Marlin Perkins, el entonces director del
zoológico de San Luis, anestesiara algún animal para ponerle en la oreja una
placa metálica con alguna inscripción. En aquel entonces ni soñar con un
dispositivo electrónico. Y aunque vaya uno a saber lo incómodo que resultaba
llevar tremendo arete de por vida, el buen Marlin aclaraba que el animal no
sufriría. Si alguien veía o cazaba ese animal, reportaba el sitio del hallazgo
y entonces los zoólogos sabrían cuánto se había desplazado.
¿Qué
tal si le pusieran a cada botella de Romanée–Conti o Château Margaux o Pétrus
una diminuta tarjeta de localización? Se encontraría que algunas botellas
acabarían con nuevos ricos chinos, otras con gente que hizo fortuna en la
bolsa, otra más con empresarios que no pagan impuestos, otras con mafiosos
rusos. Muchas, claro, con políticos ladrones. Y muy pocas con los verdaderos amantes
del vino.
En el
burdel político y financiero de nuestra época, el Romanée–Conti no termina en
manos de ese Ravic, que lo disfrutaba, sino del lado de las prostitutas que no
aprecian esto. Pero tienen con qué.
No hay comentarios:
Publicar un comentario