Que la
iglesia católica se haya equivocado con el movimiento astral y que haya
condenado a Galileo es peccata minuta,
consecuencia de la inercia ptolemaica. Que no aprueben las ideas científicas
sobre la creación del mundo y la evolución también se entiende, pues ni la
misma ciencia ha terminado de armar el rompecabezas.
El
pecado histórico de la Iglesia
es su respaldo al derecho divino de los monarcas, ese matrimonio entre lo
terrenal y lo divino que durante siglos ha promovido el pisoteo de los derechos
humanos de quienes no son nobles ni ricos ni clérigos. Tuvo su época de oro
cuando tanto los del lado del César como los de Dios se dedicaron a torturar y
asesinar a quienes se les atravesaran en el camino.
Cada
rey o zar o emperador requería su misa de coronación. En ella bajaba la mano de
Dios para darle iluminación al monarca y más aún, le daba el derecho de hacer
su voluntad sin tener que rendirle cuentas a los súbditos; solo al final de su
vida habría de negociar su más allá con el creador. En este maridaje la Iglesia recibía
privilegios; el Estado recibía sumisión.
El rey
Juan Carlos de España tuvo su misa el 27 de noviembre de 1975. En la homilía,
el cardenal Vicente Enrique y Tarancón le dijo que no iba a regatearle “su
estima y oración ni tampoco su colaboración”. Agregó que la Iglesia pediría “a todas
las autoridades que respeten, sin discriminaciones ni privilegios, los derechos
de las personas, que protejan y promuevan el ejercicio de la adecuada
libertad”.
Lo
interesante vino enseguida, cuando el cardenal remata: “A cambio de tan
estrictas exigencias a los que gobiernan, la Iglesia asegura, con igual energía, la obediencia
de los ciudadanos”.
Caramba.
¿La Iglesia
asegura la obediencia de los ciudadanos? Parece un buen negocio.
¿Qué
quieres a cambio? Ah, pues muchas cositas: templos, obras de arte, impunidad
para mis pederastas, firma de concordatos con el Vaticano, educación religiosa,
exención de impuestos, contabilidad secreta, en fin, que todos mis crímenes
sean materia de conciencia, no de derecho penal.
¿Dónde
firmo? Dice el jefe de Estado a sabiendas de estar ante lo que los negociantes
llaman un trato de ganar–ganar.
Hoy
mismo, quienes buscan un puesto alto en las democracias procuran amarrar el
favor de lo celestial: visitas al Papa, matrimonios religiosos previos a las
elecciones, donaciones a grupos religiosos y, más recientemente, entrega de
ciudades al todopoderoso.
Durante
unos años la ciudad de Monterrey ha padecido la corruptoviolencia, pero ahora
la alcaldesa se la ha entregado al cártel de Dios.
Ya
sabemos que Cristo nunca procuró la obediencia de los ciudadanos. Todo lo contrario:
tiene fama de sedicioso. Tampoco fue muy hábil contra el crimen. Apenas hizo
una pataleta contra los cambistas en el templo de Jerusalén, sin solucionar
nada, y terminó ejecutado entre dos ladrones, a los que trató como colegas.
Hoy
Monterrey ha quedado en manos de un impulsivo omnipotente con fama de
destructor de ciudades. Pero Toscana está tranquilo, pues aunque no es Lot sí
se montó en un Boeing de Lot y reposa a diez mil kilómetros de su ciudad
reinera a la espera de que comiencen a caer las primeras gotas de azufre
ardiente sobre sus paisanos.
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