En cierta ocasión que paseaba por Berlín, mi
caminata fue interrumpida por un grupo de patinadores con pancartas. “¿Por qué
protestan?”, pregunté a uno. “Los peatones tienen las banquetas”, me dijo, “los
automovilistas, las calles y los ciclistas, sus carriles exclusivos. Los
patinadores exigimos nuestra propia vía libre”.
Me quedé maravillado. Pensé en un México
utópico en el que no hubiese necesidad de protestar por todo lo que protestamos
y entonces nos diera por marchar porque a los patinadores no se les ha asignado
su carril o los perros no tienen parques caninos o alguien hace ruido a la hora
de la comida.
Hace unos días, Angela Merkel alzó una voz
supuestamente indignada contra el gobierno turco por el uso de gas lacrimógeno
en la plaza Taksim, olvidándose por completo de que al comenzar este mes de
junio su Polizei gaseó a unos pacíficos manifestantes en Frankfurt.
Lo cierto es que ese gas ha sido el
favorito de las democracias, o supuestas democracias. Recientemente también
hemos visto su expedita utilización en Brasil, España, Francia, Egipto, Estados
Unidos, Guatemala y, por supuesto, México, entre muchos otros. Con frecuencia
aparece luego de algún apasionado partido de futbol.
Al propio Toscana le tocó una gaseada en
Oaxaca. Es una sensación por demás desagradable. Antes que llamarla dolorosa o
irritante, me pareció que provocaba una gran ansiedad. En situación más cómoda,
hace pocos años observé desde la ventana de un museo en Lyon cómo gaseaban en
la mejor tradición francesa a un grupo de manifestantes.
Recordemos que cuando apenas se gestaba la Primavera Árabe en
Túnez, la efímera ministra francesa de exteriores ofreció al mandamás tunecino
gas, macanas, tecnología represiva y el know how francés. Más tarde, cuando le
salió el tiro por la culata, distrajo a la prensa con el asunto Cassez.
Las empresas fabricantes de gases
lacrimógenos, muchas de ellas establecidas en países del Primer Mundo, se
anuncian con eufemismos: “Productos no letales para controlar multitudes”,
“valoramos los principios de la paz, el orden y la justicia”, “juntos, salvamos
vidas”. Los catálogos pueden superar en páginas a los de Sears o Ikea. En ellos
se muestran las distintas variedades de gas según su composición química,
volumen, color y método de lanzamiento, además de una múltiple oferta de
garrotes, punzones eléctricos, granadas ensordecedoras, balas de goma y demás
armas que a veces sí matan.
La experiencia de Turquía, a cuyo aparato
de orden se le acabó el gas en pocos días, servirá de ejemplo para que los gobiernos
estén mejor abastecidos. Hay que tomar en cuenta que nunca se sabe por dónde va
a saltar la liebre, qué va a detonar una serie de marchas y protestas, si se
centrarán en una ciudad o se extenderán por el país.
Si fuese agente de bolsa de valores, recomendaría
invertir en estas empresas, pues en los próximos años el mundo no se volverá
más justo, los ciudadanos no se transformarán en borreguitos, los ricos serán
más ricos, los pobres serán más pobres, los banqueros engordarán, los
desempleados aumentarán, los salarios bajarán y los gobiernos serán más
mentirosos, corruptos, incumplidores e impunes.