Imaginemos
la siguiente novela: un padre amoroso sale de la oficina. Ese día cobra su
sueldo, el cual le basta y sobra para mantener a su bella familia. Así es que
le quedan muchos billetes para ahorrar. Llega a casa. Su mujer lo recibe con un
beso. La cena deliciosa está ya preparada y sus hijos adolescentes se sientan a
la mesa luego de lavarse las manos. Hablan de lo bien que les va en la escuela.
Planean salir de vacaciones de verano. Como la hija está por cumplir los
dieciocho años, el padre le pregunta qué coche le gustaría de regalo. La madre
le da un beso…
El
lector comienza a desesperarse. ¿A qué hora el maldito marido-padre perfecto se
volverá loco? ¿Cuándo va a estrangular a la mujer? ¿En qué capítulo comenzarán
a notarse sus deseos por la hija? ¿Y el hijo bueno para nada? ¿Es narco? ¿Tiene
alguna adicción? ¿Acaso la mujer se entrega a cualquier amante mientras el
marido está en la oficina?
Y es
que ¿a quién diablos le interesa la armonía, la felicidad? A todos, nos diremos
si hablamos de nuestras vidas. A nadie, responderemos si nos referimos a una
novela.
A los
escritores nos gusta la democracia, pero escribimos sobre la dictadura;
preferimos la paz, pero se novela la guerra; amamos la libertad, pero narramos
las cadenas; condenamos la tortura, pero nos solazamos al precisar las técnicas
de un torturador. Y en la misma sintonía están los lectores. ¿Por qué nos
seduce lo patético?
¿Acaso
disfrutamos las penurias de los personajes porque son ajenas? ¿No será que
también disfrutamos las desgracias de nuestros vecinos, amigos o desconocidos?
¿De cualquiera que no seamos nosotros? Dostoievski asegura que sí.
Además,
entre más intelectual o educado o adinerado es el ser humano, resulta menos
compasivo. Para muestra tenemos toda la literatura rusa del siglo XIX. El
campesino sufre sin chistar, muere sin temor, ama sin conveniencia. En cambio,
los sentimientos de los nobles son menos nobles.
Cuando
los nobles empobrecían o enfermaban o caían en desgracia, eran abandonados por
todos los de su clase. Solo los fieles siervos seguían a su lado; como
sirvientes y como familia amorosa. El desdichado Iván Illich es una muestra. O
podemos verlo muy claramente en la novela Los señores Golovliov, de Mijaíl Saltikov.
En sus
dudas existenciales, espirituales y religiosas, Dostoievski y sus
contemporáneos llegaron a pensar que la única salvación era “adoptar” el alma
de los campesinos. Ahí es donde cabía la bondad, posibilidad de salvarse, si es
que existía la vida en el más allá. Romantizaron el alma rusa en el alma
campesina.
Como
nada se demostró sobre la esencia del hombre, vino el desencanto y los
campesinos pasaron a ser en las novelas otra vez seres salvajes, aunque sí, con
su dosis de religiosidad absurda y capacidad para amar.
En
términos espirituales, yo no sé si vengan mejor la ingenuidad y sencillez que
la ilustración y la reflexión. Luego de leer incontables novelas al respecto, sumo
más dudas que respuestas. Lo que sí me queda claro, es que si me dieran a
elegir una vida, prefiero la del bribón noble ruso que la de sus bondadosos
siervos. Así me vaya al infierno.
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