Allá
en los años treinta del siglo XIX, los chinos decidieron prohibir el tráfico de
opio, que mayormente provenía de la colonia inglesa de la India. En respuesta, los
ingleses mandaron su flota y bombardearon a los chinos durante tres años, hasta
que los obligaron a abrir de nuevo sus fronteras al tráfico de estupefacientes.
Esos sí eran narcos con poder.
Por
aquellos días, ya había sido ampliamente leído el libro autobiográfico de
Thomas de Quincey sobre su afición por el opio. Quienquiera que lo lea sin
prejuicios sentirá un gran antojo de probarlo.
Pero
más allá de consumirlo o no, la parte romántica del asunto es la libertad de comprarlo
en cualquier farmacia. “Tres respetables boticarios de Londres… con quienes
últimamente he adquirido pequeñas cantidades de opio, me aseguraron que la
cantidad de consumidores aficionados… era inmensa; y ellos tenían dificultad para
distinguir entre estas personas, a quienes el hábito les había vuelto necesario
el opio, y aquellos que lo compraban para suicidarse”.
El
opio era más barato que el alcohol y sus placeres, bastante superiores. “No
creo que algún hombre, luego de haber probado los divinos lujos del opio,
descienda después al burdo y mortal disfrute del alcohol.”
Para
el fin de semana, las boticas saturaban los mostradores con granos de opio,
previendo la demanda sabatina.
Compañero
opiómano de De Quincey fue el poeta Samuel Taylor Coleridge. Luego de un sueño
de opio, estaba escribiendo su obra maestra “Kubla Khan”, cuando tocó a la
puerta una persona de Porlock. La última palabra de su poema incompleto es
“paraíso”.
No es
extraño que De Quincey termine su elogio al opio en una frase también paradisíaca:
“¡Sólo tú otorgas estos dones al hombre; y tú posees las llaves del paraíso, oh
justo, sutil y poderoso opio!”
Sin
embargo, veamos cómo comienza esa apología al opio, pues ahí menciona algo que con
el tiempo sería clave para su prohibición, junto con otros narcóticos: “¡O
justo sutil, y poderoso opio”, comienza como termina, “que por igual a los
corazones de ricos y pobres concedes un bálsamo sanador para las heridas que no
cicatrizan y para las zozobras que tientan el espíritu a rebelarse…”.
Ahí
está el asunto: ricos y pobres por igual.
Porque
es mentira que haya una prohibición al consumo de las drogas. Simplemente se
han encarecido. Y no hablo de los mercados negros, sino del que sigue
llevándose a cabo en las farmacias. Conocemos el dicho: “Lo que en el rico es alegría,
en el pobre es borrachera.” Hoy podemos decir: “Lo que en el pobre es droga, en
el rico es medicina”, o llevado un paso más allá: “Lo que en el pobre es
adicción, en el rico es tratamiento”.
Luego
viene la otra mitad del libro. “Los dolores del opio”, se titula. Pero De
Quincey ya no se muestra tan vivo o sincero como en la parte dedicada a los
placeres. Por eso al final el texto resulta un encomio al opio.
Mi
intención no es elogiar al opio, sino evocar aquella época en que se trataba a
los ciudadanos como adultos y uno podía comprar lo que quisiera fumar, beber o
comer para apaciguarse, estimularse o morir.
Los del estado me cuidan para que no me haga daño a mi mismo, y de paso, hacen ricos a secueces narcos y a ellos mismos!
ResponderEliminarSaludos desde la sultana David... te extrañamos en los talleres de la UNI.
HL