sábado, 12 de septiembre de 2015

Visa en la cabeza


Tengo tres amigos sirios: un poeta, un académico y un traductor. Ellos no estaban entre las decenas de miles de desplazados en busca de un tren. Ellos encontraron pronto los atajos para llegar legalmente a un nuevo país junto con sus familias. Y es que la cultura, el arte y la inteligencia se mueven en un nivel distinto del de la gente común. Un escritor podrá ser un muerto de hambre, pero en ciertas circunstancias tiene mayores privilegios que un millonario.

Esa pequeña comunidad que ama los libros y la educación, y que puede hallarse en universidades, asociaciones e incluso en ciertas ramas de un gobierno, da siempre la cara para proteger a los suyos, y hasta la Academia Sueca ha sabido tocar con su varita mágica a escritores en peligro. Quizá no puedan hacer nada contra unos brutos que dinamitan algún templo antiguo, pero sí tienden la mano para rescatar a un poeta porque ¿qué será de nosotros sin los versos que todavía le quedan por escribir?

Un matemático, un científico, un filósofo tampoco se hallan indefensos ante las fuerzas de la barbarie. No digo que sean inmunes, pues en ciertos países o momentos de la historia es precisamente la clase pensante la que más peligra; pero sin duda tienen un bote salvavidas cuando el grueso de la gente tiene que nadar hasta la playa. Y aprovecho la metáfora para decir que el niño ahogado que conmovió al mundo no se habría ahogado si su padre hubiese sido un hombre de letras.

Pero no hay que irse al otro lado del mundo para encontrar estas historias. En el territorio mexicano mueren decenas de niños migrantes que no parecen conmover a nadie, miles y miles de latinoamericanos tratan de cruzar un terreno hostil, violento hasta la muerte, corrupto hasta el asco, riesgoso como antiguo viaje a los polos, y entre esos cientos de miles de desplazados no hallamos a nadie que haya meditado sobre el teorema de Fermat o el significado de “Primero sueño” o el imperativo categórico de Kant. Ninguno de ellos, mientras por la noche viaja en la Bestia, se pregunta si el universo se está expandiendo o si existe la materia oscura.

Me pregunto por qué no vemos a los agentes de migración apalear en las costas de Veracruz a las hordas de finlandeses que desesperadamente tratan de entrar en nuestro país. ¿Cuál fue el último noruego que saltó una valla fronteriza? ¿El último doctor en Derecho torturado en una celda del INM?

Millones de seres humanos buscan un mejor modo de vida a través de actos llenos de heroísmo, plagados de riesgos, abundantes en humillaciones, cuando hubiese sido más sencillo meterse en una biblioteca. Y si lo que buscan es mejor vida para sus hijos, entonces no hay pierde: un buen varazo para que se pongan a leer y un martillazo en la pantalla de televisión.

“Hijo mío”, diría un buen padre, “la visa, la green card, el pasaporte o el salvoconducto se lleva en la cabeza; aunque suele ocurrir que quien lleva visa en la cabeza, no la necesita”.


viernes, 4 de septiembre de 2015

El vulgo


Por suerte las palabras todavía tienen algún peso. Es más fácil que un funcionario caiga por un comentario errado que por escamotear millones de pesos. Encima la gente se ha vuelto más sensible y percibe insultos incluso donde no los hay. Lo que durante años fue gracioso ya no lo es y vocablos comunes y corrientes pasan a ser ofensivos, creando tierra fértil para cultivar eufemismos. A la gente le molesta que los gobernantes sean hipócritas, pero más les molestaría que fueran sinceros. El mundo de la política ha optado por mejor no decir nada y sus parlamentos se han vuelto más banales que un sermón católico dominical. Quizás el libro más aburrido del año sería uno titulado Antología de discursos presidenciales durante inauguraciones de obras públicas.

Quienquiera que haya estado en un evento con la clase política sabe que los discursos solo sirven para ansiar que ya terminen. En los arranques de foros, ferias y demás eventos pasa lo mismo, así sean ferias de libros, y siempre se remata con el infeliz protocolo de: “Siendo las tales horas con tantos minutos del día tal del mes tal del año tal, declaro formalmente inaugurado…”.

He estado en encuentros literarios que no dan inicio porque “el gobernador está retrasado” y el público debe esperar dos o más horas. O peor aún, se interrumpe una interesante conferencia porque “ya llegó el secretario”, y el fin de la espera o la infausta interrupción son para escuchar el burocrático bla bla mientras se mira el reloj.

Aunque algunos discurseros ganan buena lana, hay que compadecerlos un poco. Muchos son redactores sin talento que escriben de acuerdo con su nivel. Otros son escritores medianos que en verdad se esfuerzan para sustraerle al lenguaje todas sus calorías, al tiempo que se busca la grandilocuencia. “Es a través de las políticas públicas, del marco normativo y de las reformas estructurales que hemos impulsado, a partir de las cuales queremos lograr que nuestro país entre en un mayor dinamismo económico”, o bien: “Esto acredita que las acciones que se llevan a cabo son parte de un proceso que eventualmente va tomando tiempo, pero que al final de cuentas se van concretando los objetivos para los cuales emprendemos estas acciones”.

La banalidad, las redundancias, los circunloquios y los errores abundan.

Sin embargo, la prensa dedica harto tiempo o espacio a reproducir esas peroratas, y hay quien las lee quesque para estar enterado. Y dado que la prensa dedica ese tiempo o espacio, hay que organizar más inauguraciones y ofrecer más discursos triviales con aplauso seguro.

Al principio dije que las palabras todavía tienen peso. Mas en el mundo de la política y de la cotidianidad solo pesan cuando son erradas, descarriladas, ofensivas. Su peso solo puede ser lastre.


Hay otro universo, donde está la poesía, la novela y demás literatura; ahí la palabra tiene peso y vuela, tiene carbohidratos y alimenta; tiene sustancia y precisión; tiene belleza y significado. Lástima que, estando abierta la puerta de ese universo, apenas unos cuantos quieran entrar. Lástima que afuera se quiera quedar el vulgo, que, sin perdón, así se llama.

viernes, 21 de agosto de 2015

Fanfarria para el mexicano común


Ya vamos para tres años en que nuestro gobierno hace cuanto puede para que el país se hunda. La corrupción, ya lo sabemos, es una epidemia entre los políticos. Los gobernadores desfalcan a los estados impunemente. Ahí está Coahuila, Tamaulipas, y ahora tenemos al casi saliente gobernador de Nuevo León, Rodrigo Medina, que estuvo sangrando el estado mientras su familia se enriquecía, llegando a gastar la criminal suma de 1,168 millones de pesos en rentar avioncitos, o sea, lo que 45 mil mexicanos ganan en todo el año o bien, unas 7,500 casas de Infonavit o quince Casas Blancas. Y hablando de esto último, Peña Nieto ni siquiera puede poner control ni en su círculo más cercano. Es fecha que le apuesta al olvido con el asunto de la Casa Blanca y de paso hace ver a Virgilio Andrade, secretario de la Función Pública, como el más incompetente de los funcionarios públicos, pues lo que cualquier hijo de vecino sabría determinar con el puro olor, él requiere de meses para evaluar de modo erróneo. En economía, a Videgaray no se le ocurrió mejor cosa que subir impuestos y bajar cada mes las expectativas de crecimiento. El peso pierde fuerza delante del dólar como siempre ocurre cuando gobierna el PRI y a ver si no se está cocinando una de esas crisis a las que nos tenían tan acostumbrados. En asuntos de justicia, ni se diga, muere gente, mueren periodistas, mueren activistas sociales, mueren estudiantes y no pasa nada. No hay pistas de nada, y las pocas que existen se hacen perdedizas. Si el único logro había sido la captura del Chapo, ahora hasta eso se fue por la cloaca. Y en un Estado tan alicaído, lo imperdonable acaba por perdonarse. La política, también por los suelos: en las elecciones cada quién hace lo que quiere y pisotea las leyes que le incomoden sin que paguen precio en votos o registro, sino solo en dineros que terminan solventando los ciudadanos. La educación sigue por los suelos sin que se vea interés de la SEP o de los maestros por resolver el asunto. Se está gestando una de las peores generaciones de alumnos, incapaces de leer tres libros, dignos de ocupar los puestos más altos en las instituciones públicas. La lista de problemas sin resolver es interminable. Cada quien agregue lo mucho que me faltó y lo que se suma cada día. El barco hace agua, está a la deriva e infestado de ratas, y sin embargo no acaba de hundirse. Por eso hoy quiero aplaudirle a ese montón de mexicanos que, lejos de la política, trabajan, trabajan y trabajan para mantenerlo a flote y, de paso, mantener los lujos y despilfarros de los funcionarios y sus hijitos; para tapar los hoyos financieros que dejan los constantes desfalcos; para comprar casas ajenas en las Lomas o Malinalco o California o Florida, aunque ellos mismos se queden sin lana para reparar la grietas en los muros de sus casuchas. Hoy pido una fanfarria para el mexicano común, ése que mira tanta hijoeputés a su alrededor, y se encoge de hombros, y vuelve a su trabajo y espera con paciencia y sin ilusiones a que acabe el sexenio. Una fanfarria para esos mexicanos comunes que cada vez trabajan más aunque cada vez ganen menos porque ellos no se suben el salario por decreto como viles diputados o alcaldes. Una fanfarria en especial para todos esos mexicanos comunes, que sin robar ni abusar del presupuesto ni  extorsionar ni engañar, sino solo haciendo su trabajo lo mejor posible, terminaron con una bala en la nuca; una de esas balas que nunca se sabe de dónde vienen. Una fanfarria porque así como muchos mexicanos causan asco en el mundo, también se siente gran respeto por esa mayoría silenciosa.

Anda, Peña, tú también toma una trompeta y sopla una fanfarria.

viernes, 14 de agosto de 2015

Mi juego favorito


Ahora que estoy en Lisboa me puse a leer y releer a algunos escritores en lengua portuguesa; entre ellos, uno de mis preferidos: Machado de Assis. Ya cerca del final de su novela Memorias póstumas de Brás Cubas, aparece la frase: “meu espírito era naquela ocasião uma espécie de peteca”. El símil es tímido. Quizás un escritor contemporáneo hubiese escrito derechamente que su espíritu era una peteca. Machado de Assis le llama comparación de “uma criança”, de un niño. Pero ya la mera mención de una peteca me había lanzado a mi infancia.

Cualquiera que tenga más o menos mi edad, recordará que algún empresario aprovechó la afinidad con lo brasileño después del Mundial de 1970 para ponernos a todos a jugar con la peteca. Bastó que Pelé la declarara “mi juego favorito” para que todos quisiéramos poseer eso que la publicidad llamaba “un artículo deportivo novedoso y atractivo para todas las edades”. Se podía echar en la mochila. En los patios de las escuelas se miraba ir y venir por los aires las petecas durante el recreo.

Por aquellos días tuve también una bicicleta Chopper, cuya rueda delantera era más pequeña que la trasera. Dado que el diseño rompía con el modelo estético, la publicidad enfatizaba que era “bella como la juventud”. Al principio padecí burlas por montar una Chopper. Luego fue normal y hasta deseable poseer una.

Supongo que fue por aquellos días cuando calcé orgulloso unos zapatos con plataforma y mucho tacón.

Más allá de los años setenta, me cuesta trabajo ubicarme en el mundo de alguna moda. Hoy mismo, sin televisión y sin ver cine, puedo entrar en un centro comercial con la actitud de Sócrates cuando dijo: “Cuántas cosas hay que no necesito”. Distingo la abundancia de fealdad en lo contemporáneo porque nadie me calienta la cabeza con las “tendencias” que deben seguirse. Como amante de lo clásico, siempre me ha parecido más elegante Frida Kahlo que cualquier primera o segunda dama que acuda a los modistas de moda.

Jamás me he sacado una selfie en tanto veo que gente pierde su empleo y hasta su vida con tal de sumarse a esa moda. No tengo ni Facebook ni Twitter por mucho que me aconsejan que los tenga.

Con estas líneas no pretendo despotricar contra las modas. Sí, en cambio, me gustaría saber cómo operan esos mecanismos para que alguien desee algo indeseable, para que le parezca bello lo horroroso y hasta emocionante lo aburrido. Me gustaría que esos llamados genios de la moda y la publicidad buscaran el modo de que la educación estuviese en boga para que el estudiante promedio quisiera derrotar la ignorancia de su maestro y se aceptara que la nacura nada tiene que ver con la cartera sino con la ignorancia.

Supongo que es posible, pues allá en esos días cuando jugaba peteca, pedaleaba una Chopper y calzaba esperpénticos zapatos, también tenía televisión. Entonces miraba El gran premio de los 64 mil pesos. Era un programa con altos ratings, o sea, programa de moda. Muchos de nosotros admirábamos muy sinceramente al conductor y a los participantes, y queríamos emularlos. Para jugar ese juego, había que leer, acumular información, dominar un tema, hacerse de cultura general y específica.


Hoy, todavía gozo de las prestaciones de la moda que impuso Pedro Ferriz y su concurso de conocimientos. En cambio, los cientos de miles de petecazos no sumaron nada y se fueron todos al carajo.

viernes, 7 de agosto de 2015

Sin piedad


Recuerdo aquel día de mayo de 1972. Iba yo en el asiento trasero de un Studebaker, cuando mi madre dijo: “Destruyeron la Piedad, de Miguel Ángel”. En ese entonces yo no estaba muy interesado en el arte del Renacimiento, pero me sentía cercano a Michelangelo Buonarroti. En Monterrey había sido todo un escándalo al final de los años sesenta cuando se levantó sobre una fuente una réplica del David. En la prensa y las conversaciones se mencionaban los nombres de Miguel Ángel, de David y de Toscana. No faltó quien me llamara “el David de Miguel Ángel” y me hiciera bromas por la estatua desnuda, que nosotros llamábamos “chirunda” porque mi familia paterna venía de la Costa Chica de Guerrero.

Aunque comprendí que el acto de vandalismo contra la Pietà era cosa grave, mi reacción no se acercó a la del escultor italiano Giacomo Manzù, que se puso a llorar delante de los comensales en un café cuando se enteró de la noticia. Se sabe que también hubo mucho llanto entre los testigos del hecho y que el papa Paulo VI llegó prontamente a arrodillarse delante de la escultura.

El ataque había sido contra María, no contra Jesús. El informe de los restauradores parecía un dictamen médico: “Fractura de la nariz a la altura de las fosas nasales. Estragos en el párpado y en el ojo izquierdo. Muchos daños a modo de rasguños en la cabeza. Fractura del brazo izquierdo, que resultó arrancado”.

La obra de arte se había tallado de un solo bloque de mármol de Carrara. Hoy es un pegote con cientos y quizá miles de piezas. Muestra una escena irreal: Cristo ha sido desclavado de la cruz y ahora yace casi ingrávido sobre una madre con rostro de adolescente, vestida con tan abundantes ropajes que no podría dar un paso sin tropezarse, cuantimenos llegar hasta el monte Calvario. Pero esto no importa en el arte: lo importante es la armonía y la belleza. Lo importante es el modo en que exalta el alma humana, la manera en que mueve a la reflexión y nos hace sentir parte de algo más grande que nosotros mismos. Nos hace sentir hombres.

El arte hay que defenderlo. Aquel 21 de mayo de 1972 varias personas se lanzaron desesperadamente sobre el vándalo que pretendía arruinar la Pietà. Solo imbéciles sin alma se hubiesen mantenido indiferentes ante la destrucción. El arte, a fin de cuentas, vale más que una vida. El día que alguien nos dé un martillazo en la cabeza y nos arranque un brazo, no recibiremos tanto esmero, tantos recursos, tanta especialización para curarnos. No esperemos que un papa se arrodille delante de nosotros.

Dos tipos de personas conocen el valor y el poder del arte: los que lo aman y los que lo destruyen. Cosa rara, se pueden dar ambos rasgos en la misma persona. Muchos papas compartían esta dualidad; si bien debo decir que Paulo VI, seis años antes de arrodillarse delante de la golpeada María de mármol, fue quien por fin canceló la existencia del índice de libros prohibidos del Vaticano.


El problema es que aun quienes más aman el arte tienen apenas capacidad para apreciarlo, pero no para crearlo con la intensidad y belleza que le dieron nuestros antepasados de hace trescientos, quinientos, mil y más años. Y entre las artes, ninguna ha desaprendido tanto como la arquitectura. Por eso cada vez que de lo antiguo cae un techo, un muro, una columna, una torre, un campanario o un edificio completo nos volvemos más burros, más innobles, más vacíos, más desalmados, más de hoy y menos de siempre.

viernes, 31 de julio de 2015

Y es por el libro que tú escribiste


Allá cuando estaba en la secundaria y el Tesoro del declamador era un instrumento más mnemotécnico que poético me dio curiosidad por leer La imitación de Cristo, de Tomás de Kempis. Esto, por supuesto, fue consecuencia del poema de Amado Nervo titulado “A Kempis”. Me preguntaba qué clase de libro podía ser éste para que nuestro querido poeta dijera: “ha muchos años que vivo triste, ha muchos años que estoy enfermo, ¡y es por el libro que tú escribiste!”.

Otras curiosidades me asaltaban con aquella antología de recitaciones. Por ejemplo, quería ver a Garrick, actor de la Inglaterra. O me preguntaba qué diablos significa que un cielo impasible despliegue su curva. ¿Qué era el spleen? Dado que desconocía el gentilicio de las mujeres de Salamanca, suponía que una salmantina de rubio cabello era una monja güera de la orden de las salmantinas que hacía natillas en sus ratos de ocio. Aun mientras escribo esto no sé qué es el trigo garzul.

Hasta la fecha sigo empleando expresiones anacrónicas, como “magrecita del alma” o “manque me lleven los pingos” o “cambiadme la receta”.

Pero volviendo al poema de Amado Nervo… En aquel entonces no capté el tono irónico del poeta. Pensaba que el poema en verdad estaba dedicado a un gran libro que podía marcar una vida. Durante años evité leer La imitación de Cristo por temor a que su influencia me convirtiese en un asceta. Después de todo, no sería gratuita su fama de ser el libro cristiano más vendido en la historia, con excepción de la Biblia.

Pues bien, yo necesito decirles que el librito de marras parece un mal chiste. Un llamado a la mediocridad, a la ignorancia, al oscurantismo. A un montón de cosas guangas, pero jamás a algo noble, enaltecedor y, por supuesto, no induce para nada a imitar a Cristo. El libro debería titularse La imitación de una estúpida abuela católica. Yo había supuesto que Kempis podría tener la profunda visión de Boecio en La consolación de la filosofía, pero no.

No terminé de leer el libro. Es aburridísimo y revuelve la misma idea cien veces con casi iguales palabras. Lo leí a saltos, por saber si en algún momento se decía algo provocador; mas me topaba con ideas como ésta: “Todos los hombres, naturalmente, desean saber; pero ¿qué aprovecha la ciencia sin el temor de Dios?”. O sea, un llamado a la ignorancia. También dice: “Prepárate a sufrir muchas adversidades y diversas incomodidades en esta miserable vida; porque así estará contigo Jesús adondequiera que fueres; y de verdad que le hallarás en cualquier parte que te escondas”. ¿Qué recabrones quiso decir Kempis? O este galimatías: “También algunas veces conviene usar la fuerza, y contradecir varonilmente al apetito sensitivo, y no cuidar de lo que la carne quiere o no quiere, sino andar más solícito, para que esté sujeta al espíritu, aunque le pese. Y debe ser castigada y obligada a sufrir la servidumbre hasta que esté pronta para todo, aprenda a contentarse con lo poco y holgarse con lo sencillo, y no murmurar contra lo que es amargo”. Por si fuera poco, emplea la palabra “abundantísimamente”, que solo puede usar el peor prosista del mundo.


Cristo siempre me ha parecido un personaje fascinante. Kempis simula pedirnos que lo imitemos; mas quien siga los consejos kempisianos se volverá estúpido, timorato y tibio a tal punto que, por no ser caliente ni frío, habrá de ser vomitado. Si a Cristo le gustara la Inquisición, habría quemado a Kempis en la hoguera. El problema es que a la Inquisición nunca le gustó Cristo.

viernes, 24 de julio de 2015

Saberes y sinsaberes


Esta mañana estuve en una terminal camionera de un pueblo de Cantabria. Mientras esperaba el autobús, dos malandros conversaban a mi lado. Se notaba que nunca se habían parado en una escuela, y sin embargo conversaban con la suficiencia de un Ignacio Burgoa vuelto de entre los muertos. ¿Sus temas? Los derechos de un preso, el comportamiento que debían mostrar los policías, las obligaciones de un juez o del defensor de oficio. Era obvio que nada habían aprendido en libros y todo en ellos era experiencia. Si por alguna mala pasada me tocara estar en una celda con ellos, mis lecturas de poesía mexicana se volverían una frivolidad y en cambio el conocimiento de ellos sería oro puro. “Todo en ella encantaba, todo en ella atraía, su mirada, su gesto, su sonrisa, su andar...”, podría decir yo. En cambio ellos me enumerarían los derechos fundamentales de un detenido según la legislación española y de la Unión Europea.

Ya cuando el autobús avanzaba hacia Oviedo, escuché que la transmisión emitía ruidos poco sanos. Ociosamente me puse a pensar que entre los miles de libros que he leído, ninguno me informa cómo reparar un Mercedes Benz OC500RF.

Por la ventanilla miré muchas ovejas pastando. Me dije que no sabía trasquilar ni ordeñar ovejas. No sé si se reproducen en cualquier momento del año o tienen ciclos. No sé a qué edad se vuelven adultas ni de qué suelen enfermarse. Me confundo con los términos oveja, borrego, carnero y cordero. Apenas sé que cuando aún maman leche se les llama “lechazo”, y que cuando lo preparo al horno me queda delicioso.

Todo conocimiento es situacional. Alguien puede tener buena opinión de mí si el tema de conversación es Don Quijote. Estará seguro de que soy un ignaro si se habla sobre las series de HBO.

Los médicos gozan de privilegios situacionales, pues suelen estar bien informados de aquello que su interlocutor desconoce. Por eso hasta los charlatanes parecen genios.

Especialmente en España la gente habla en los bares como si fuesen autoridades incuestionables del tema que están tratando. A cinco mesas de distancia oigo sus categóricas afirmaciones. Todos orgullosos de saber lo poco que saben.

Supongo que la cantidad de conocimientos disponible es infinita. Eso haría que, matemáticamente, alguien a quien llamemos culto abarca tanto conocimiento como el ignorante. Pero más allá de una proporción matemática, lo cierto es que sí hay pocos sabelomuchos y muchos sabelopocos.

Se ha dicho que Da Vinci, Leibniz o Bacon llegaron a dominar todo el conocimiento de su época, cosa facilitada porque entonces nada podía saberse sobre física cuántica o telecomunicaciones o futbol, y la medicina era un embrión. Pero aun al hablar de estos polímatas resulta exagerado suponer que dominaron siquiera el uno por ciento de cuanto se podía saber.

Entonces la gran pregunta es: de esa infinidad de conocimientos disponibles, ¿qué debe formar parte del currículo en las escuelas? No lo sé. Pero hay que replantearse la pregunta desde cero y no desde la tradición. Lo que sí consta es que cualquier tipo de conocimiento se acumula y disemina en forma de palabras. Entonces la escuela debe enseñar letras, letras y más letras. Cualquier sistema que luego de doce años de estudio le entregue certificados a iletrados es absurdo e inútil; digno de la SEP, de políticos incompetentes, de maestros que no quieren ser evaluados. Digno de un país que cada vez tiene más especialistas en derecho penal, por experiencia, no por libros.