viernes, 21 de agosto de 2015

Fanfarria para el mexicano común


Ya vamos para tres años en que nuestro gobierno hace cuanto puede para que el país se hunda. La corrupción, ya lo sabemos, es una epidemia entre los políticos. Los gobernadores desfalcan a los estados impunemente. Ahí está Coahuila, Tamaulipas, y ahora tenemos al casi saliente gobernador de Nuevo León, Rodrigo Medina, que estuvo sangrando el estado mientras su familia se enriquecía, llegando a gastar la criminal suma de 1,168 millones de pesos en rentar avioncitos, o sea, lo que 45 mil mexicanos ganan en todo el año o bien, unas 7,500 casas de Infonavit o quince Casas Blancas. Y hablando de esto último, Peña Nieto ni siquiera puede poner control ni en su círculo más cercano. Es fecha que le apuesta al olvido con el asunto de la Casa Blanca y de paso hace ver a Virgilio Andrade, secretario de la Función Pública, como el más incompetente de los funcionarios públicos, pues lo que cualquier hijo de vecino sabría determinar con el puro olor, él requiere de meses para evaluar de modo erróneo. En economía, a Videgaray no se le ocurrió mejor cosa que subir impuestos y bajar cada mes las expectativas de crecimiento. El peso pierde fuerza delante del dólar como siempre ocurre cuando gobierna el PRI y a ver si no se está cocinando una de esas crisis a las que nos tenían tan acostumbrados. En asuntos de justicia, ni se diga, muere gente, mueren periodistas, mueren activistas sociales, mueren estudiantes y no pasa nada. No hay pistas de nada, y las pocas que existen se hacen perdedizas. Si el único logro había sido la captura del Chapo, ahora hasta eso se fue por la cloaca. Y en un Estado tan alicaído, lo imperdonable acaba por perdonarse. La política, también por los suelos: en las elecciones cada quién hace lo que quiere y pisotea las leyes que le incomoden sin que paguen precio en votos o registro, sino solo en dineros que terminan solventando los ciudadanos. La educación sigue por los suelos sin que se vea interés de la SEP o de los maestros por resolver el asunto. Se está gestando una de las peores generaciones de alumnos, incapaces de leer tres libros, dignos de ocupar los puestos más altos en las instituciones públicas. La lista de problemas sin resolver es interminable. Cada quien agregue lo mucho que me faltó y lo que se suma cada día. El barco hace agua, está a la deriva e infestado de ratas, y sin embargo no acaba de hundirse. Por eso hoy quiero aplaudirle a ese montón de mexicanos que, lejos de la política, trabajan, trabajan y trabajan para mantenerlo a flote y, de paso, mantener los lujos y despilfarros de los funcionarios y sus hijitos; para tapar los hoyos financieros que dejan los constantes desfalcos; para comprar casas ajenas en las Lomas o Malinalco o California o Florida, aunque ellos mismos se queden sin lana para reparar la grietas en los muros de sus casuchas. Hoy pido una fanfarria para el mexicano común, ése que mira tanta hijoeputés a su alrededor, y se encoge de hombros, y vuelve a su trabajo y espera con paciencia y sin ilusiones a que acabe el sexenio. Una fanfarria para esos mexicanos comunes que cada vez trabajan más aunque cada vez ganen menos porque ellos no se suben el salario por decreto como viles diputados o alcaldes. Una fanfarria en especial para todos esos mexicanos comunes, que sin robar ni abusar del presupuesto ni  extorsionar ni engañar, sino solo haciendo su trabajo lo mejor posible, terminaron con una bala en la nuca; una de esas balas que nunca se sabe de dónde vienen. Una fanfarria porque así como muchos mexicanos causan asco en el mundo, también se siente gran respeto por esa mayoría silenciosa.

Anda, Peña, tú también toma una trompeta y sopla una fanfarria.

viernes, 14 de agosto de 2015

Mi juego favorito


Ahora que estoy en Lisboa me puse a leer y releer a algunos escritores en lengua portuguesa; entre ellos, uno de mis preferidos: Machado de Assis. Ya cerca del final de su novela Memorias póstumas de Brás Cubas, aparece la frase: “meu espírito era naquela ocasião uma espécie de peteca”. El símil es tímido. Quizás un escritor contemporáneo hubiese escrito derechamente que su espíritu era una peteca. Machado de Assis le llama comparación de “uma criança”, de un niño. Pero ya la mera mención de una peteca me había lanzado a mi infancia.

Cualquiera que tenga más o menos mi edad, recordará que algún empresario aprovechó la afinidad con lo brasileño después del Mundial de 1970 para ponernos a todos a jugar con la peteca. Bastó que Pelé la declarara “mi juego favorito” para que todos quisiéramos poseer eso que la publicidad llamaba “un artículo deportivo novedoso y atractivo para todas las edades”. Se podía echar en la mochila. En los patios de las escuelas se miraba ir y venir por los aires las petecas durante el recreo.

Por aquellos días tuve también una bicicleta Chopper, cuya rueda delantera era más pequeña que la trasera. Dado que el diseño rompía con el modelo estético, la publicidad enfatizaba que era “bella como la juventud”. Al principio padecí burlas por montar una Chopper. Luego fue normal y hasta deseable poseer una.

Supongo que fue por aquellos días cuando calcé orgulloso unos zapatos con plataforma y mucho tacón.

Más allá de los años setenta, me cuesta trabajo ubicarme en el mundo de alguna moda. Hoy mismo, sin televisión y sin ver cine, puedo entrar en un centro comercial con la actitud de Sócrates cuando dijo: “Cuántas cosas hay que no necesito”. Distingo la abundancia de fealdad en lo contemporáneo porque nadie me calienta la cabeza con las “tendencias” que deben seguirse. Como amante de lo clásico, siempre me ha parecido más elegante Frida Kahlo que cualquier primera o segunda dama que acuda a los modistas de moda.

Jamás me he sacado una selfie en tanto veo que gente pierde su empleo y hasta su vida con tal de sumarse a esa moda. No tengo ni Facebook ni Twitter por mucho que me aconsejan que los tenga.

Con estas líneas no pretendo despotricar contra las modas. Sí, en cambio, me gustaría saber cómo operan esos mecanismos para que alguien desee algo indeseable, para que le parezca bello lo horroroso y hasta emocionante lo aburrido. Me gustaría que esos llamados genios de la moda y la publicidad buscaran el modo de que la educación estuviese en boga para que el estudiante promedio quisiera derrotar la ignorancia de su maestro y se aceptara que la nacura nada tiene que ver con la cartera sino con la ignorancia.

Supongo que es posible, pues allá en esos días cuando jugaba peteca, pedaleaba una Chopper y calzaba esperpénticos zapatos, también tenía televisión. Entonces miraba El gran premio de los 64 mil pesos. Era un programa con altos ratings, o sea, programa de moda. Muchos de nosotros admirábamos muy sinceramente al conductor y a los participantes, y queríamos emularlos. Para jugar ese juego, había que leer, acumular información, dominar un tema, hacerse de cultura general y específica.


Hoy, todavía gozo de las prestaciones de la moda que impuso Pedro Ferriz y su concurso de conocimientos. En cambio, los cientos de miles de petecazos no sumaron nada y se fueron todos al carajo.

viernes, 7 de agosto de 2015

Sin piedad


Recuerdo aquel día de mayo de 1972. Iba yo en el asiento trasero de un Studebaker, cuando mi madre dijo: “Destruyeron la Piedad, de Miguel Ángel”. En ese entonces yo no estaba muy interesado en el arte del Renacimiento, pero me sentía cercano a Michelangelo Buonarroti. En Monterrey había sido todo un escándalo al final de los años sesenta cuando se levantó sobre una fuente una réplica del David. En la prensa y las conversaciones se mencionaban los nombres de Miguel Ángel, de David y de Toscana. No faltó quien me llamara “el David de Miguel Ángel” y me hiciera bromas por la estatua desnuda, que nosotros llamábamos “chirunda” porque mi familia paterna venía de la Costa Chica de Guerrero.

Aunque comprendí que el acto de vandalismo contra la Pietà era cosa grave, mi reacción no se acercó a la del escultor italiano Giacomo Manzù, que se puso a llorar delante de los comensales en un café cuando se enteró de la noticia. Se sabe que también hubo mucho llanto entre los testigos del hecho y que el papa Paulo VI llegó prontamente a arrodillarse delante de la escultura.

El ataque había sido contra María, no contra Jesús. El informe de los restauradores parecía un dictamen médico: “Fractura de la nariz a la altura de las fosas nasales. Estragos en el párpado y en el ojo izquierdo. Muchos daños a modo de rasguños en la cabeza. Fractura del brazo izquierdo, que resultó arrancado”.

La obra de arte se había tallado de un solo bloque de mármol de Carrara. Hoy es un pegote con cientos y quizá miles de piezas. Muestra una escena irreal: Cristo ha sido desclavado de la cruz y ahora yace casi ingrávido sobre una madre con rostro de adolescente, vestida con tan abundantes ropajes que no podría dar un paso sin tropezarse, cuantimenos llegar hasta el monte Calvario. Pero esto no importa en el arte: lo importante es la armonía y la belleza. Lo importante es el modo en que exalta el alma humana, la manera en que mueve a la reflexión y nos hace sentir parte de algo más grande que nosotros mismos. Nos hace sentir hombres.

El arte hay que defenderlo. Aquel 21 de mayo de 1972 varias personas se lanzaron desesperadamente sobre el vándalo que pretendía arruinar la Pietà. Solo imbéciles sin alma se hubiesen mantenido indiferentes ante la destrucción. El arte, a fin de cuentas, vale más que una vida. El día que alguien nos dé un martillazo en la cabeza y nos arranque un brazo, no recibiremos tanto esmero, tantos recursos, tanta especialización para curarnos. No esperemos que un papa se arrodille delante de nosotros.

Dos tipos de personas conocen el valor y el poder del arte: los que lo aman y los que lo destruyen. Cosa rara, se pueden dar ambos rasgos en la misma persona. Muchos papas compartían esta dualidad; si bien debo decir que Paulo VI, seis años antes de arrodillarse delante de la golpeada María de mármol, fue quien por fin canceló la existencia del índice de libros prohibidos del Vaticano.


El problema es que aun quienes más aman el arte tienen apenas capacidad para apreciarlo, pero no para crearlo con la intensidad y belleza que le dieron nuestros antepasados de hace trescientos, quinientos, mil y más años. Y entre las artes, ninguna ha desaprendido tanto como la arquitectura. Por eso cada vez que de lo antiguo cae un techo, un muro, una columna, una torre, un campanario o un edificio completo nos volvemos más burros, más innobles, más vacíos, más desalmados, más de hoy y menos de siempre.