viernes, 30 de enero de 2015

Vida y letras

La reunión de los Karamazov en el monasterio es una de las escenas más deliciosas de la literatura. Las impertinencias de papá Karamazov, una detrás de otra, ante el asombro de los asistentes, sus anécdotas personales o sobre santos o sobre Diderot que no vienen a cuento, la molestia de Miusov y la paciencia del starets, se vuelven un laboratorio de pasiones humanas, humor y sabiduría. Y sin embargo, pese al disfrute que nos proporciona el bufón del patriarca Karamazov, lo cierto es que, de estar presentes, la mayoría sentiríamos una molestia parecida a la que sufre el pesado de Miusov.

Otro personaje muy querido en la literatura es el buen Ignatius J. Reilly, de La conjura de los necios. Lo amamos durante más de cuatrocientas páginas, pero si tuviéramos que tomarnos un café con él, no lo soportaríamos ni diez minutos. Ni a él ni a su madre y menos aún a los dos juntos.

Si en nuestra familia hubiese un pariente que frisara los cincuenta años y pretendiera reinstaurar la caballería andante y salir a enderezar entuertos, preferiríamos encerrarlo en un centro de ordinariedad mental antes que darle la oportunidad de ser loco y libre y admirable. Nos gusta creernos quijotes, pero solemos ser como el cura y el barbero.

Los católicos tienen dos mil años bautizándose según su torcida interpretación del ritual que puso de moda el venerado Juan. Pero imaginemos que el bautista de marras se nos aparece en una cena vestido como troglodita y llamando a los comensales generación de víboras y preguntando que quién les enseñó a huir de la ira que vendrá y dirigiendo sus amargas amenazas a diestra y siniestra. Apenas sentiremos alivio cuando un Herodes le corte la cabeza.

Verdad es que a Gregorio Samsa lo queremos mucho, pero si se apersona en la habitación de al lado llamaremos a un servicio de fumigación. A los héroes de la picaresca les daríamos su buen jalón de orejas. Anna Karenina es seductora, pero a la vez insoportable, y sus allegados se quitan un peso de encima cuando ella se tira a las vías del ferrocarril. Sentimos que el mundo es injusto con el noble Quasimodo, pero a ver qué mujer se lo quiere llevar a casa para llenarlo de besos y caricias. En A sangre fría, no nos fascina la aburridísima familia Clutter, sino el par de asesinos. Quizá no apoyemos la pena de muerte, pero qué bien que a esos dos los hayan ahorcado porque si no, ¿cómo termina la novela?

Nos conmueve el amor entre Florentino Ariza y Fermina Daza, aunque nada nos seduce la forma en que se compenetraron: “ella lo ayudaba a ponerse las lavativas, se levantaba antes que él para cepillarle la dentadura postiza que él dejaba en el vaso mientras dormía”.

Y más o menos igual nos va con todos esos personajes memorables que amamos en la literatura pero que no queremos encontrarnos a la vuelta de la esquina.


Entonces yo no sé por qué se dice que la literatura debe parecerse a la vida cuando no nos gusta que la vida se parezca a la literatura.

viernes, 23 de enero de 2015

Los caballeros no tienen memoria


Hace unos meses una amiga me preguntó si ya había leído Tarabas, de Joseph Roth. Le dije que no. Entonces fue a una librería, lo compró y me lo regaló. Antes de terminar el primer capítulo estuve seguro de que ya conocía esa novela, pero la había olvidado por completo. Como admirador de Joseph Roth era natural que tuviera sus obras completas, pero para responder a mi amiga yo había recurrido a la memoria, no a la lógica. A la mala memoria.

En esta nueva lectura pude anticipar lo que le iba a ocurrir al personaje inmediatamente, pero no lo que le habría de suceder en el siguiente capítulo ni, mucho menos, al final.

Este fin de semana saqué un volumen empolvado con los ensayos de Francis Bacon. ¡Caramba!, me dije. Debo tener este libro desde hace años y nunca me había dado por leerlo. Apenas abrí el libro y me di cuenta de que estaba subrayado y comentado. Eran mis subrayados y mis comentarios. Los reconocí por el pulso y la letra manuscrita, pero no porque los recordara.

En el ensayo sobre la muerte, subrayé: “Los adultos temen a la muerte como los niños temen a la oscuridad; y tal como ese miedo se incrementa en los niños con los cuentos, pasa lo mismo con los adultos”; y también “Las ceremonias en torno a la muerte crean más horror que la propia muerte”. Hoy también hubiese subrayado esas dos líneas.

Lo curioso es que aunque no recordara el libro de Bacon, sí tenía en mi conciencia esas dos ideas; no como citas textuales, sino como conceptos.

Esta semana comencé a leer, tal vez por quinta ocasión, Los hermanos Karamazov. Más que en ninguna ocasión, me he reído con las impertinencias de papá Karamazov, sobre todo durante la visita al monasterio y cuando se empeña en llamarle Von Sohn al terrateniente Maximov.

Por supuesto que no tenía olvidada la novela de Dostoievski, pero los detalles de la prosa se escapan, y muchos de ellos se leen como la primera vez. Y, en todo caso, también hay mucho placer en repasar cosas bien conocidas. ¿Qué hacen los antiguos compañeros de generación cuando se reúnen? Hallan sumo placer en contar y escuchar las mismas anécdotas que todos conocen. Prefieren evocar recuerdos que compartir novedades.

A finales de noviembre conocí al escritor portugués José Riço Direitinho. Lo saludé como si escuchara su nombre por primera vez. Ya para despedirnos, me regaló uno de sus libros: Breviario de las malas inclinaciones. En el instante en que vi la portada de ese texto editado por Siruela supe que ya lo había leído y que me había gustado muchísimo. Pero no supe decirle más.

Cuando comenté esto a mi editor, él me dijo: “Leí el libro de Direitinho y lo considero una obra maestra, pero yo tampoco lo recuerdo”. Entonces me alegré de no ser el único que lee y lee para retener casi nada.


A veces pienso que nací sin memoria, a veces me digo que los libros que me gustan me ponen a pensar en mil cosas y luego pierdo el texto entre tantas ideas. A veces repaso los accidentes que he tenido desde la infancia en que me he golpeado la cabeza. A veces creo que todo lo retengo, pero en el inconsciente. A veces me digo, para consolarme, que soy un caballero de las letras.

viernes, 16 de enero de 2015

Cada quien su dios

Hace un mes presenté una de mis novelas en un sitio al norte de Portugal, llamado Covilhã. Una mujer percibió que algo había de inmoral en mi libro y me habló de Dios. Dijo que las flores silvestres eran prueba de su existencia.

La siguiente presentación fue en Lisboa. Era la hora pico, llovía a cántaros y justo frente a la entrada del auditorio había un sitio libre para estacionarse. “¡Dios existe!”, clamó mi editor.
Yo no tengo automóvil, así es que los lugares de estacionamiento no despiertan mi fe. Cuando salgo de excursión a las montañas, me asombran más las formaciones rocosas, los ríos y cascadas que las flores silvestres.

Pero hace tres semanas llegué a España. En mi primera noche cené una paella con bogavante. En el momento en que la probé escuché un coro celestial. Me sentí el hijo amado en el que alguien tomaba contentamiento. La señora y mi editor tenían razón: Dios existe.

Desde entonces soy un hombre nuevo. Sigo en la Madre Patria, donde me he dedicado a invocar a la sabrosa deidad. Compré una paellera y regularmente me hago de azafrán, arroz bomba, camarones, almejas, mejillones, calamares y diversos ingredientes más con los que voy procurando cada día superarme para que Dios se digne a entrar en mi casa.
Ayer lo logré. La cocción fue perfecta. También el trashumar de los sabores y hasta la justa cantidad de sal. Él estuvo en la mesa. La prueba es que la paellera es redonda, la forma perfecta. Cada grano de arroz es una estrella o constelación del cosmos. Incontables criaturas se sacrificaron para que yo entrara en éxtasis.

Flores, estacionamiento, paella. Tres formas plausibles de encontrarse con Dios. Mi deidad fue consumida por dos personas con la ayuda de un modesto Rueda verdejo, pero prometió renacer pronto para ser otra vez alabada y devorada. Mucho más sagrada me parece la transubstanciación de ciertos ingredientes incomibles en una deliciosa paella, que la de una hostia que no sabe a nada.

Pero es muy respetable que cada quien encuentre a su dios donde lo quiera ver.
Lo que no me parece respetable es que algunos piensen que su dios es omnipotente y luego lo traten como a una damisela petulante que se ofende con facilidad y pide que alguien dé la cara por ella. Piensan que su dios es perfecto y al mismo tiempo creen que posee las pasiones más bajas del ser humano.

Esos imbéciles tienen que entender que Dios se basta solo, se defiende solo, actúa solo. Si algo le llega a molestar, entonces envía plagas o hace llover azufre. Pero no necesita abogados ni sicarios ni esbirros ni pilmamas.


Lo que sin duda ofende a cualquier ser omnisciente es que otro hable por él, que otro juzgue por él, que otro condene por él, que otro ejecute por él. Y ese otro, llámese como se llame, más agradaría a su dios si él mismo se vuela la tapa de esos sesos que evidentemente no le sirven para nada.

jueves, 8 de enero de 2015

Don Quijote made in China

Un viejo adagio dice: “Si no puedes contra ellos, úneteles”. Lo hemos escuchado o leído y casi todos lo hemos pronunciado. Sin embargo, está muy lejos de ser una frase sabia.

¿Qué significa en la mayoría de los casos? Si no puedes contra los políticos, úneteles. Si no puedes contra los narcos, contra los analfabetas, contra los americanistas, úneteles. Ponga usted aquello contra lo que quiere luchar y vea si de veras prefiere unírseles.

La educación cada vez más prefiere unírsele a la ignorancia. “No podemos ser exigentes con niños que apenas tienen para comer”, dicen los maestros, y les dan una educación ínfima que garantizará que apenas tengan para comer. Algunas instituciones de educación superior responden también a la ignorancia. Si los prospectos de alumnos no aprueban un examen elemental de admisión, se baja la barra.

También Don Quijote bajó la barra. Resulta que la RAE publicó un Quijote para lectores jóvenes, pues consideran que el buen Miguel de Cervantes llenó su novela con obstáculos y fragmentos inútiles y los muchachos no están para perder el tiempo o no tienen cabeza para asimilar historias entrecruzadas, sino apenas un relato lineal.

Cuenta la historia que Felipe III miró desde su balcón a un muchacho muerto de la risa. “Aquel estudiante o está loco o lee la historia de don Quijote”, dijo. Pero este muchacho era de los de antes, no un cretino certificado por la RAE. La paradoja es que los jóvenes saben leer libros de mil páginas. Los adultos son los haraganes que suelen preferir resúmenes.

En sus aventuras, don Quijote no pudo contra nadie, pero tampoco se le unió a nadie. Mas hoy Cervantes se revuelca en su tumba. La RAE y Arturo Pérez–Reverte fueron quienes al final pisotearon su última voluntad y tomaron la pluma que debió quedar intacta. “Aquí quedarás, colgada desta espetera y deste hilo de alambre, ni sé si bien cortada o mal tajada péñola mía, adonde vivirás luengos siglos, si presuntuosos y malandrines historiadores no te descuelgan para profanarte. Pero, antes que a ti lleguen, les puedes advertir y decirles en el mejor modo que pudieres: ¡Tate tate, folloncicos! De ninguno sea tocada; porque esta empresa, buen rey, para mí estaba guardada”.

Un clásico siempre ha de leerse con humildad a la vez que con ambición de atrapar cuantos tesoros lleva en su seno. Si se trata de Don Quijote, siempre habremos de aceptar que Miguel de Cervantes piensa y siente mejor que nosotros. Que escribió lo que escribió porque así debía ser, y si algún defecto tiene, no seremos nosotros quienes habremos de corregirlo.
Deseo que este Quijotucho de la RAE sea un fracaso editorial, que si algo positivo deja es que en represalia los lectores busquen la obra original, tal como la Coca–Cola de la receta original se volvió un éxito de ventas cuando la empresa notificó que cambiaría la fórmula.
La RAE, que normalmente limpia, fija y da esplendor, hoy corta, edita y da gato por liebre, tequila con agua, un rapidín, astas rasuradas, café de Sanborns, salsa Tex–Mex, circonia, tofu, surimi, peltre, Don Quijote made in China.


Sin embargo, acepto que en la RAE hay gente más inteligente que yo, que Arturo Pérez–Reverte conoce mejor Don Quijote que yo y es un especialista en la época y en la lengua de la época. Tomemos, entonces, mi columna como el deslengüe de un conservador y abramos la puerta a los nuevos tiempos.

viernes, 2 de enero de 2015

Bienaventurados los lectores

Aunque he visto con optimismo ciertos movimientos sociales como el efímero Yo soy 132 y ahora el común hartazgo hacia la violencia y corrupción, no me queda sino creer lo mismo que piensa el gobierno: al rato se van a cansar. Y en el ínter se realizan marchas y protestas que no van a obtener respuesta. Si Dios, que es amor, no atiende a las plegarias, mucho menos el Estado.


Para taparle el ojo al macho, alguien regresa una casa, se cancela un contrato, se desechan los servicios de una constructora. Pero a cambio se sigue amasando una fortuna, se da el contrato a otro compadre, se crea otra empresa con prestanombres. Lo más que se logra con las protestas es afinar los mecanismos de la corrupción.

Además, hay que seguirles la pista a todos los jóvenes que un día participaron en una marcha y mirarlos cuando pasan a ser treintañeros. ¿Cuántos de ellos se acomodan en un puesto de gobierno y se convierten en todo aquello contra lo que lucharon a los veinte años? Tan sencillo como suponer que la mayoría de los políticos rapaces fueron algún día jóvenes idealistas. 
Excepto, claro está, los que desde siempre pertenecieron a familias de tradición paleolítica priísta.

En sus trincheras de longeva oposición, los panistas fueron siempre abanderados de la ética; como gobierno, ya no.

El idealismo de los jóvenes es natural, pues viven en un mundo alterno en el que nadie se ha enfrentado a un cañonazo de cincuenta mil pesos. A poca edad suena mal que un diputado tenga un auto de lujo, pero cuando se es diputado parece justo poseerlo.

No me he encontrado con un niño ni un adolescente que diga: “Cuando sea grande quiero ser un político corrupto”. Pero la ocasión hace al ladrón. Ya hemos visto que un huracán convierte en ratas a miles de personas que se creían honestas.

El único remedio que tiene este país es la educación. Y sin embargo nadie mueve un dedo por ella. Las masas protestan por la reforma energética, pero no por el bajo nivel de las escuelas. Nos indignan los cuerpos muertos, pero no los cerebros igualmente muertos. Los maestros marchan para conservar sus privilegios, no para exigir mejor capacitación. Marchan para que les respeten el derecho a la mediocridad.

La misma mediocridad encontramos en la SEP. Basta ver algunos nombres que la han encabezado en los últimos años: Emilio Chuayffet, Josefina Vázquez Mota, Ernesto Zedillo, José Ángel Córdova, Manuel Bartlett… Algunos más astutos que otros, pero a ninguno lo recordamos por su visión educativa.

Si en vez de marchar, pintar paredes, romper cristales y cargar mantas con consignas con faltas de ortografía viéramos que la gente se reúne en el Ángel a leer, en el zócalo a escuchar poesía, en sus casas a devorar clásicos; si en vez de bloquear una caseta de cobro visitáramos las bibliotecas, si nos ofendiera el precio del libro como nos ofende el alza en impuestos, si nos interesara más lo que dice Juan Villoro que Eugenio Derbez, si le exigiéramos a Chuayffet lo que le exigimos al Piojo Herrera, entonces estaríamos en el camino de una revolución lenta pero segura, discreta pero contundente.


Este remate no es sino un sueño nacido del optimismo que suele brotar en el año nuevo. Un sueño irrealizable, porque al mirar a través de la experiencia, y no de la esperanza, se percibe que vamos cuesta abajo. El país no tiene remedio; el individuo sí. Los pocos salvos serán aquellos que tomen un libro. Bienaventurados ellos.