viernes, 28 de febrero de 2014

El día que abuchearon a Von Karajan

Una vez trabajé para cierta empresa que fabricaba ropa de algodón. Aunque las máquinas de coser, cortadoras y los aparejos para trazar los patrones no hacían mucho ruido, el ambiente sonoro me era insoportable, pues se habían instalado poderosas bocinas que por siempre bombardeaban el área de trabajo con música grupera. A veces eran CD o casetes; a veces era el radio con más comerciales que canciones. Casi como en una discoteca había que subir la voz para hablar con la persona que se hallara a un lado. Detesté cada minuto de ese empleo sin siquiera aprender un paso de baile.

“A las muchachas les gusta”, me decía el director de la fábrica, que además regenteaba un pequeño harén.

Por supuesto yo entendía que la monotonía de su trabajo se disimulaba con la monotonía de la música, pero a mí me resultaba difícil hacer mis labores de números y ecuaciones con tanto ruido.

En cierta ocasión dejé sobre la mesa del aparato de sonido un casete con valses de Strauss. Supuse que era lo más aceptable para comenzar. Por supuesto, le había quitado la etiqueta original y coloqué otra que decía “Las mejores cumbias del año”. Durante ese mismo turno alguien mordió el anzuelo.

No tenía Von Karajan ni dos minutos dirigiendo a la Filarmónica de Berlín cuando comenzaron a escucharse los abucheos. Muy pronto la supervisora sacó el casete y puso el radio.

Supongo que en ninguna sala de conciertos le fue tan mal al director austriaco como en ese jacalón industrial. No sé si las costureras lo silbaron porque preferían a Toscanini, o si resultó que ningún profeta tiene honra entre los suyos, pues Von Karajan había pertenecido a una familia de fabricantes textiles.

Pensé en la industria tabaquera de Cuba. Allá es fecha que aprecian a los lectores de tabaquería. Cortar hojas y enrollarlas no es muy ruidoso, así que alguien puede tomar un libro y leer en voz alta mientras la gente sigue trabajando. A la vuelta de diez, veinte o treinta años de realizar el oficio, ¿cuántos libros se habrán escuchado?

De ahí que algunos puros tengan nombres de clásicos de literatura, como los Romeo y Julieta o los Montecristo o los Sancho Panza. Benito Juárez trabajó enrollando tabaco cuando estuvo exiliado en Nueva Orleáns, pero nadie ha hecho el homenaje de crear los cigarros Benemérito de las Américas.

Soy hombre de poca fe y no volví a intentar el cambio de música en la fábrica. Llegué a pensar que me equivoqué al comenzar con valses. El error tuvo que ser mío, puesto que todo ser humano con alma ha de preferir a Johann Sebastian que a Joan Sebastian. Es natural que las puntadas de la máquina de coser exijan un ritmo más rápido. Quizás la costura iba mejor con La marcha de Radetzky o un allegro de Händel o de una vez El vuelo del abejorro, aunque la gente pensara más en el Avispón Verde que en Rimsky–Korsakov.


Si Toscana hubiese sido más persistente, amigo lector, hoy usted usaría calzones Monteverdi y calcetines Mendelssohn Bartholdy. Cien por ciento algodón en si bemol.

viernes, 21 de febrero de 2014

Solo un año

dtoscana@gmail.com

Pasé buena parte de la mañana buscando un viejo ejemplar de la revista Líneas de Fuga, editada por la Casa Refugio Citlaltépetl. Es un número dedicado a la literatura árabe. No la encontré. Me hacía falta leer en voz alta un poema de Mahmud Darwish llamado “Solo un año”.

Esa revista llegó a mis manos en una situación curiosa. Me llamó el director de la Casa Refugio en Puebla para pedirme que sosegara a un escritor con el que estaban teniendo muchos problemas.

Los encargados habían intentado diversas cortesías para hacerlo sentir bien, pero habían fracasado. En una ocasión le presentaron a una linda chica. Ella, por sostener una conversación, le hizo algunas preguntas personales. El escritor se puso de pie iracundo. “Me estás interrogando igual que la policía secreta.”

En una de tantas, el susodicho mencionó mi nombre como su único amigo mexicano. Entonces alguien dijo: “Esta es una misión para el Toscana”. Y yo con mucho gusto fui a visitar a mi viejo amigo.

Como pingüe retribución, recibí unos vales para cenar en un restaurante cuyo nombre no recuerdo, pero era tan lúgubre y el servicio tan malo que lo llamábamos el Kafka’s. Ahí íbamos los dos cada noche y teníamos que negociar con la mesera en turno que anotara las cervezas como jugos de naranja.

De regreso a casa, pasábamos frente a un Cantinflas de madera. “Él es mi única compañía”, me confesó. “Vengo aquí con frecuencia y conversamos muchas cosas”.

La casa refugio tenía tres o cuatro departamentos. Yo tomé el del fondo. Mi amigo se había instalado en el que daba a la calle. Su nostalgia necesitaba el ruido de su tierra. Yo detestaba el camión del gas, con sus proclamas y música; a él le parecían un buen sustituto del llamado a la oración. Quizás había un parecido entre “el gaaas” y “Aaaalá”.

El mejor recuerdo literario de esos días es el poema de Darwish. Yo lo leía en español, él en árabe y brindábamos con un Concha y Toro que vendían en la tienda de abajo.

Ojalá tuviera aquí el poema ahora conmigo. Mas apenas tengo su recuerdo. En él, Darwish, o quienquiera que lo lea, habla a sus amigos. Les dice: No se mueran como tienen la costumbre de morirse. Les pide que esperen un año, aunque sea un año. ¿Qué haré sin ustedes? ¿Cómo voy a amar la tierra si ya no están aquí? Un año, por favor. Háganlo por mí. Un año sirve para visitar tantas ciudades y amar tantas mujeres. Quizás podríamos terminar las conversaciones que empezamos. ¿Qué será de mí después del último entierro? Amigos míos, no se mueran como tienen la costumbre de morirse.

Borges diría que morir es una costumbre que sabe tener la gente. Pero con Darwish no es la gente sino los amigos. Y de manera maternal no decimos que se mueren, sino que se nos mueren.

Mi amigo se regresó a su tierra y me regaló la revista que hoy no puedo encontrar. Un día me escribió para contarme que una bomba había destruido su casa.

Darwish se murió hace algunos años. De repente. Quizás él mismo no esperó un año a sus amigos.


Yo le quise pedir a Federico que se esperara. Pero no encontré el poema.

viernes, 14 de febrero de 2014

Elocuencia

Quien haya asistido a un festival de poesía habrá notado que existen buenos poetas que leen bien, buenos poetas que leen mal, malos poetas que leen bien y malos poetas que leen mal. En algunas ocasiones podemos sustituir el verbo “leer” por “recitar” o “declamar”, pero son términos un tanto caídos en desgracia, pues recuerdan los festivales escolares.

Suele haber más aplausos para los malos que leen bien que para los buenos que leen mal. En ocasiones se contratan actores famosos para evitar que el propio autor tenga que pronunciar sus versos. Entonces hay más aplausos para el actor que para el poeta. Cierto es que el actor no solo va a leer, sino también a meter público. Y más público mete un actor bonito que uno brillante.

Igualmente los prosistas se ven seguido en situación de leer los textos ante un público. No siempre es fácil atraer la atención durante los diez, quince o veinte minutos que puede durar un cuento. Hay quien seduce al público y hay quien lo duerme. En lectura de prosa, el más aplaudido suele ser el más chistoso.

Son garbanzos de a libra los poetas que pueden embelesar durante una larga sesión, como Jorge Fernández Granados, o los narradores que absorben al público con textos de muchas páginas, como Eduardo Antonio Parra. Más allá de excelentes poemas y cuentos, el primero se apoya en una calidez que da total sinceridad a los versos; el segundo en una voz y ritmo que secuestran la atención.

Y es que saber leer en voz alta es más difícil que saber cantar.

O, si alguien quiere refutar esta frase, pondré la idea de otro modo: un cantante mediocre puede cantar simplezas y captar la atención durante largo tiempo; un lector ha de ser sobresaliente y apoyarse en textos extraordinarios.

La mejor manera de sublimar un mal poema es poniéndole música. Así se convierten en grandes poetas quienes escriben simplezas como “Imagina a toda la gente viviendo la vida en paz”.

De aquí salto a mi nostalgia del pasado y pienso en la escuela humanista y en el trivio; específicamente en la retórica. Cuánto me habría gustado asistir a la escuela de Agustín de Hipona en Milán, y años después escuchar al maestro leer sus propias Confesiones. Más allá de las partes biográficas, es notable la claridad con las que expone temas filosóficos intrincados, y uno se lamenta de que Kant no haya sido su alumno. Seguro Agustín leía con voz, ritmo y claridad insuperables.

Pero así como ya no podemos conocer cómo actuaban los mejores actores shakespeareanos, tampoco sabemos cómo se leía en voz alta en tiempos remotos; una cualidad que debía ser valiosísima puesto que de un solo volumen comían muchos.

Tan lejos estamos de aquellos días, que casi hemos dejado sin uso la palabra “elocuencia”. Es difícil elogiar a alguien con el adjetivo “elocuente”, y más bien nos suena a agravio como sinónimo de “rollero”. Y, sin embargo, la elocuencia era una de las grandes virtudes de un hombre educado.


Así como los buenos poetas lucen mal cuando no saben leer sus textos, un político inteligente parece un patán si no domina la retórica. Al poeta lo rescatan sus textos; el político se vuelve indistinguible de la gran masa sin ideas al punto que hoy no sabemos si ninguno es elocuente o ninguno es inteligente.

viernes, 7 de febrero de 2014

Credo

Siempre se ha dicho que buena parte de los mexicanos canta el himno sin entender cabalmente su significado. Es la bendita costumbre de repetir sin pensar.

Algo parecido le ocurre a buena parte de los cristianos con el Credo, con el cual una mayoría de parroquianos declara con mucho sentimiento creer en cosas que no entiende. Haga la prueba y pregúntele a su pariente más devoto qué significa eso de “luz de luz”. ¿Por qué se dice que el hijo fue engendrado, no creado? ¿Qué es la consustancialidad? Si el hijo nació antes de todos los siglos, ¿entonces quién era el bebé que le salió a María? ¿El Espíritu Santo es el que da la vida? ¿En la práctica recibe la misma adoración? ¿Cuál es la diferencia entre decir “Dios de Dios” y “Dios verdadero de Dios verdadero”? ¿El bautismo es para el perdón de los pecados?

Así confiesen cada domingo que creen en la resurrección de los muertos, lo cierto es que no creen. La idea de gente que sale de sus sepulcros en cuerpo y alma ahora pertenece a los bodrios de Hollywood, y cualquier intento por darle otro significado a la resurrección es torcer el concepto original.

Siempre me extrañó que se usara el término “consustancial” y no “coesencial”, pero ahora que aligeraron el Credo con el insípido “de la misma naturaleza”, me parece que algunos doctores de la iglesia no leyeron bien a los filósofos griegos ni estudiaron sus etimologías latinas.

Aunque el Credo acabó por perder lo romano de la iglesia, me parece curioso que nunca haya dejado el calendario romano, pues aún hoy Cristo no murió en tiempos de Cristo, sino de Poncio Pilato.

La parte que me resulta más simpática es la de “según las escrituras”. Equivale a decir “no es que yo me lo crea, pero está escrito”.

Aunque hago estos comentarios y preguntas de manera ligera, lo cierto es que aún en ese nivel es difícil responder. Allá cuando era creyente me ocupé en tratar de entender lo que yo aseguraba creer. Al manosear el concepto de Espíritu Santo sin comprenderlo estaba en riesgo de blasfemar contra él y entonces estaría condenado para toda la eternidad. Sin embargo, ningún folletín con el título “El Credo explicado” explicaba nada. Mucho menos el cura de mi parroquia.

Había que meterse en libros. Historia del cristianismo. Del imperio romano. Algo de filosofía. Por supuesto había que leer La Biblia. No estaba de más leer el Credo en latín.

Más allá de la razón, debía admitir la consustancia, como debía aceptar transustanciación. Y al final hube de reconocer que no creía en todo eso.

Entonces, para no mentir descaradamente en el templo, tenía tres opciones. Una era saltarme las partes en las que no creía. Otra, como los niños, poner zafos. La tercera opción era parafrasear el “según las escrituras” y terminar el Credo con “según los obispos de los primeros concilios ecuménicos”.


Pero nadie vaya a tomar mis comentarios como un llamado a la incredulidad. Lo que quisiera es que esos creyentes de memoria y letanía corrieran la aventura de meterse en un mundo de veras apasionante: el de la literatura religiosa, la de verdad, la que cuestiona, la clásica, inteligente y reveladora; no la del burdo folletín dominical.