viernes, 31 de enero de 2014

Non omnias moriar

En su poema “Si yo”, Tomaz Salamun dice: “Si yo, Tomaz Salamun, me llegase a morir de hambre, sería nuestro fin. Estaríamos al borde del colapso.”

Es verdad. Si bien no tiene que tratarse de Tomaz Salamun y la muerte puede ser de hambre o peste o bala u otra cosa. De cualquier modo la falta de un poeta nos pone al borde del colapso. Por eso un poeta no debería morir.

Si las palabras son infinitas, un alma hecha de palabras habría de existir para siempre. Pero existir en tierra. De carne y hueso y pluma en mano.

Porque la permanencia de un poeta no ha de ser meramente en sus versos, como Horacio, que decía Non omnias moriar; ni como Manuel Gutiérrez Nájera que lo parafraseaba con su “¡No moriré del todo, amiga mía! De mi ondulante espíritu dis- perso, algo en la urna diáfana del verso, piadosa guardará la poesía.” O Shakespeare, al vaticinar que “ni la Muerte se jactará de ensombrecer tus pasos cuando crezcas en versos inmortales”.

Si los novelistas dan vida a sus perso- najes, en la poesía son los propios poetas quienes vuelven a la vida invocados por el lector. Mas, oh, bendito engaño, pues esta resurrección solo se da en sentido figurado o metafórico o poético.

Y sin embargo, mi deseo de vida eterna al poeta no haría sino matar la poesía, pues ésta nace del asombro del infinito y la rabia de no ser parte de él. De la mano de Blake, se han de construir mundos en un grano de arena, paraísos en una flor, infinidades en la palma de la mano y eternidades en una hora. Ha de pensarse que el mar es infinito y eterno. Hay que encontrar a dios en un verso.

Era la muerte quien empujaba la pluma del Villaurrutia en New Haven cuando dijo “siento que las letras desiguales que escribo ahora, más pequeñas, más trémulas, más débiles, ya no son de mi mano solamente”. Será por eso que un poeta sabe a qué sabe la muerte y sabe lo que sabe la muerte.

Si no existiera esa putilla del rubor helado que acaba por llevarse a todos los poetas, no tendríamos “ay, esta muerte insultante, procaz, que nos asesina a distancia, desde el gusto que tomamos en morirla, por una taza de té, por una apenas caricia”. Nadie esperaría que todo “se vuelva en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada”. Sería imposible pensar que en la desesperanza somos “el náufrago sin nombre que se aferra a otro cuerpo para que el mar no arroje su cadáver a solas”. Ignoraríamos la hora exacta en que la propia muerte puso sus huevos en la herida.

Sin muerte después de la vida el polvo sería polvo mas nunca enamorado.
Así las cosas, también para los poetas “hay también ¡oh Tierra! un día... un día... un día... en que levamos anclas para jamás volver; un día en que discurren vientos ineluctables... ¡Un día en que ya nadie nos puede retener!”

Y, quizás en un gesto último de huma- nidad, se marchan como la demás gente.

viernes, 24 de enero de 2014

Lisonjas

Aunque leo la literatura del Siglo de Oro con nostalgia y con ganas de que rescatáramos la belleza de las palabras de aquellos días, sí celebro que haya desaparecido la costumbre de comenzar los libros con dedicatorias tan lisonjeras.

No es que molesten las palabras que Cervantes le dedica al duque de Béjar, con todos sus títulos de Marqués de Gibraleón, Conde de Benalcázar y Bañares, Vizconde de la Puebla de Alcocer, Señor de las Villas de Capilla, Curiel y Burguillos; al contrario, se leen con placer y curiosidad precisamente por ser costumbre de un remoto pasado. Y por lo mismo se le perdona el texto harto adulador:

“En fe del buen acogimiento y honra que hace Vuestra Excelencia a toda suerte de libros, como príncipe tan inclinado a favorecer las buenas artes… he determinado de sacar a luz al Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, al abrigo del clarísimo nombre de Vuestra Excelencia, a quien, con el acatamiento que debo a tanta grandeza, suplico le reciba agradablemente en su protección… poniendo los ojos la prudencia de Vuestra Excelencia en mi buen deseo, fío que no desdeñará la cortedad de tan humilde servicio.”

La segunda parte va dedicada al conde de Lemos, de quien el buen Cervantes llega a declararse “criado” y apunta que “don Quijote quedaba calzadas las espuelas para ir a besar las manos de Vuestra Excelencia”.

Y como tales, podemos encontrar muchas dedicatorias en aquellos días.

No es que hoy haya desaparecido el espíritu lisonjero o de agradecimiento, pero si se dirige a un ser querido es cursilería; si se dirige a una persona con poder, se llama lambisconada.
Al lector de hoy no le incomoda encontrar una dedicatoria “a mi mujer” o “a mis hijos”. Pero si se alarga un poco, para decir “a mi mujer, porque sin su sacrificio y amor… bla, bla”, entonces opinamos que dicho agradecimiento debió quedarse en casa.

Hoy desterrarían del mundo de las letras a un escritor que, a la manera cervantina, dedicara así su novela:

“A Enrique Peña Nieto, presidente constitucional de los Estados Unidos Mexicanos, licenciado en derecho por la Universidad Panamericana, insigne ex gobernador del Estado de México, preclaro atlacomulquense: Quiera Dios que las páginas de mi novela encuentren indulgencia en sus sabios ojos y que en su incansable esfuerzo por alcanzar la felicidad de nuestra patria haya un momento de reposo durante el cual pueda ocuparse de las aventuras de mis personajes…”


Y, sin embargo, lo que ha cambiado del Siglo de Oro para acá son las fórmulas y el lenguaje, pues el espíritu lisonjero sigue intacto. Hoy no se practican esos discursos cervantinos, pero hay que ver en las ferias de libro cómo los escritores sin título de estrellas se arrastran ante los jefes de las grandes editoriales, les celebran sus chistes, y mudos y absortos y de rodillas los adoran como a dios ante su altar. Esos editores, a su vez, aceptan el endiosamiento y acaban por creer que son algo más que comerciantes.

viernes, 17 de enero de 2014

Inmoral

Coetzee es un buen escritor. Me gustan mucho sus novelas Esperando a los bárbaros, En medio de ninguna parte y La edad de hierro. En cambio no me pude conectar con su celebrada Desgracia. Necesitaría una sobredosis de moral anglosajona para captar el drama del profesor y una artificial blandura de corazón para conmoverme por la suerte de los animales. De su Elizabeth Costello prefiero no hablar. Pocas veces me he sentido tan estafado con la compra de un libro.

Siempre que comento mi poco entusiasmo por Desgracia, alguien me responde más o menos así: “Pero la escena de la violación es grandiosa”. Verdad es que ésa es la mejor parte de la novela.

Una vez bebía una cerveza con un escritor negro sudafricano. Él estaba encomiando la novela cuando le pregunté: “¿Te diste cuenta del asunto racial?”. El hombre pensó un rato y negó con la cabeza. Le expliqué que en el mundo blanco era un delito entregarse por amor, en cambio los negros violaban sin consecuencia. Además había ahí un asunto extraño de animales expiatorios. “Civilización y barbarie”, murmuró el hombre, y maldijo a Coetzee.

Cualquiera que lea la novela y la filtre por una tradición judeocristiana y otra dosis de platonismo, sabrá que el asunto es más profundo, pero no quise empujar a mi colega sudafricano a que sacara peores conclusiones.

Hago a un lado el asunto racial y vuelvo al tema moral.

Por fortuna, creo que en Latinoamérica sería difícil escribir a la Coetzee un dramón sobre un profesor universitario que se acuesta con una alumna. Nuestra literatura no suele ocuparse de la tenue línea entre la virtud y el pecado, sino acaso del disfrute del pecado. Por eso, si Lolita se hubiese escrito en Latinoamérica carecería de las sutilezas que le dan ambigüedad.

Si bien, esta ambigüedad desaparece para un lector hombre postcuarentón, a quien invariablemente Humbert Humbert le parece una víctima de una adolescente perversilla.

De cualquier modo el mundo entero se está contaminando cada vez más con esa moral anglosajona de la novela de Coetzee. Por eso no somos moralmente más libres que en épocas remotas.

El borracho Marmeladov de Crimen y castigo hoy tendría problemas con la ley. Para Philip Marlow no resultaría fácil beberse una copa en cada oficina que visitaba. Hoy sería imposible acumular en libertad las experiencias de Thomas de Quincey para escribir sus memorias como consumidor de opio. Hoy harían picadillo a Ernest Hemingway si escribiese “La vida breve y feliz de Francis Macomber” o “Las nieves del Kilimanjaro”. Los editores rechazarían a Schopenhauer. A Coleridge no lo habría interrumpido una persona de Porlock mientras escribía Kubla Khan, sino un policía federal. El templo de Salomón sería clausurado por las autoridades o por la Humane Society. Un Quijote de hoy tendría que declararse demócrata y respetuoso de todas las religiones.


Iván Karamazov decía que si la inmortalidad del alma no existiera, entonces todo estaría permitido. Se equivocó. Ahora está demostrado que el alma cesa sus funciones al mismo tiempo que el corazón, y sin embargo tenemos muchos Moiseses que trabajan para legarnos tablas con miles y miles de mandamientos para así no distinguir entre el bien y lo permitido, el mal y lo prohibido.

viernes, 10 de enero de 2014

Boleia de Eusébio


Una tarde de hace treintaiocho años, cuando era regio, me paré en la esquina de Mississippi y Chipinque, y me puse a pedir aventón. Se detuvo un auto, bajó el cristal y de inmediato reconocí al conductor. Era Eusébio.

Casi había olvidado la anécdota. Pero hace un par de años publiqué una de mis novelas en Portugal. Cuando estaba por viajar a Lisboa, un periodista deportivo me entrevistó telefónicamente. Él quería relacionarme de algún modo con el mundo del citius, altius, fortius, así que le hablé de que en uno de mis libros aparecía un maratonista frustrado porque no pudo ir a las Olimpiadas de 1924. Le conté que en otra armaba una pelea de box entre Max Schmeling y el campeón polaco de aquellos días: un superviviente de Auschwitz llamado Antoni Czortek.

Cerca del final de la entrevista, el reportero me presionó un poco para que recordara alguna anécdota más interesante que mis propios libros. Entonces surgió el recuerdo.

Al llegar a Lisboa, volví a ver al periodista. Me enseñó la nota con un título que no comprendí: “Este escritor já apanhou boleia de Eusébio. No México!”, y noté que había una serie de detalles que yo no mencioné ni recordaba. Como el modelo del automóvil.
“¿De dónde sacaste esto?”, le pregunté.
“Hablé con Eusébio”, me dijo. Por supuesto, la Pantera Negra no recordaba el hecho. Apenas dijo que a veces se detenía a dar aventón, o boleia, como entonces aprendí que se dice en Portugal.

La nota facilitó el trabajo de la encargada de prensa en la editorial, pues ahora me querían entrevistar todos los medios. Radio y televisión incluidos. Pero, claro, nadie quería saber nada sobre mi libro.

Entre tanta pregunta llegué a decorar la anécdota con un poco de esa ficción con la que los novelistas llenan los vacíos de memoria, pero sin llegar al terreno de lo que se llamaría una vil mentira. Y es que sentía cierta fascinación por el significado de lo que estaba ocurriendo. Eusébio se habría topado de modo accidental y superficial con millones de personas, y yo estaba en Portugal diciendo a los medios que Toscana era uno de esos tantos que recordaban a Eusébio sin que Eusébio los recordara.

Sentí también fascinación y envidia por el modo en que un balón puede construir ídolos mucho más sólidos que las letras. Si Vargas Llosa se saca una foto con Edson Arantes do Nascimento, muchos preguntarán ¿quién es ese señor con Pelé? Juan Villoro y Copérnico tienen razón sobre la redondez de lo divino.

Ahora que escribo esto, me vino otro par de recuerdos. Por aquellos mismos mediados de los años setenta, me topé con Evanivaldo Castro “Cabinho” en una gasolinera y jugué una cascarita con Milton Carlos. Imposible que uno y otro dieran a los eventos la importancia que yo les asigné.

Muchas veces he utilizado esta columna para criticar que la gente dé tanta importancia al futbol. Pero hoy ando en actitud más humilde. Yo también fui del vicio. Y ahora que estoy en Polonia recuerdo cuánto admiré a Tomaszewski, Lato, Deyna, Szarmach, Zmuda y demás, y hasta siento nostalgia por la ansiedad que me daba la inminencia de un partido de mi equipo y la euforia con la que celebraba cada gol.


Hoy beberé vino portugués y escucharé un disco de Cristina Branco para reflexionar sobre lo que perdí o gané cuando dejó de atraerme el futbol y para brindar por el buen Eusébio da Silva Ferreira, con el que apanhei boleia.

viernes, 3 de enero de 2014

La muerte del libro de texto

Cuando nos interesa la historia o queremos resolver algunas dudas sobre el uso del lenguaje o nos fascina el mundo de los números, podemos ir a alguna librería a satisfacer nuestra curiosidad o hambre de saber.

El Fondo de Cultura Económica tiene incontables e interesantes libros sobre historia mexicana, y todavía sobrevive como gran clásico el famoso México a través de los siglos.

Para conocer nuestra lengua se puede leer algún manual de gramática de la RAE o cualquier ameno libro sobre ortografía y dudas del idioma.

En el caso de las matemáticas, hay libros que van desde lo elemental a lo profundo, pasando por los juegos numéricos, como en los eternos libros de Yakov Perelman o el inagotable Matemáticas e imaginación, de Kasner y Newman.

En fin, podría hacer una larguísima enumeración de libros a los que recurrimos para enterarnos de un tema o profundizar en él, trátese de física, química, astronomía, matemáticas, lenguas, historia, leyes... lo que sea.

Solo alguien que esté fuera de sus cabales o en desconocimiento de que existen las librerías tomaría un libro de texto escolar con este propósito. Nadie, conversando con los amigos, ha dicho alguna vez: “¿Ya leíste Historia para sexto grado? Es fascinante.” Ningún intelectual ha dicho: “El libro que marcó mi vida fue Educación Artística en el quinto grado.” Nadie enseña con orgullo su colección de libros de texto; más bien se deshace de ellos en la primera oportunidad. Nadie conserva un recuerdo amoroso o al menos emocional con respecto a sus libros de texto. Nadie los cita en un ensayo.
¿Por qué entonces se los recetamos a los niños en las escuelas?

Hace poco leía un libro físico–teórico–autobiográfico de Ronald L. Mallet, quien se propuso construir una máquina para viajar en el tiempo. Él dice que su inspiración vino de una fuente inesperada: el número 133 de los clásicos ilustrados publicados por la editorial Gilbert: La máquina del tiempo, de H.G. Wells, en versión de historieta. Luego enumera montones de libros que marcaron su vida. La mayoría, novelas de ciencia ficción, biografías de Einstein y acercamientos a la Teoría de la Relatividad. No menciona ningún libro de texto. Hasta las historietas ilustradas tienen mayor capacidad de dejar huella.

Los libros de texto son creaciones que obedecen a un programa, no a un hambre de saber. No despiertan curiosidad ni la sacian. No son emocionantes ni interesantes. Son aburridísimamente esquemáticos.

¿Por qué, habiendo tantos textos apasionantes que la escuela podría adoptar, se manufacturan estas aborrecibles enumeraciones de temas?

Por una razón sencilla: los libros de texto no son una herramienta de aprendizaje sino de enseñanza. O sea, están ahí para el maestro, no para el alumno. Con ellos, el maestro puede ir cubriendo cada tema que el programa le exige, administrando bien los horarios de cada semana o mes, sabiendo qué debe preguntar en los exámenes. Con ellos, la SEP le pasa la misma fórmula mental a todos los mexicanos.
Debemos deshacernos de todos los libros de texto y formar un canon escolar. Las mejores mentes de la historia ya crearon abundantes libros que despiertan la inteligencia a cualquier edad. ¿Por qué nos comportamos como si no existiesen los libros y hubiese que inventarlos para cada ciclo escolar?
El libro de texto ya se hizo viejo sin que diera los frutos esperados. Es hora de que muera.