viernes, 28 de junio de 2013

¡El gaaas!


En cierta ocasión que paseaba por Berlín, mi caminata fue interrumpida por un grupo de patinadores con pancartas. “¿Por qué protestan?”, pregunté a uno. “Los peatones tienen las banquetas”, me dijo, “los automovilistas, las calles y los ciclistas, sus carriles exclusivos. Los patinadores exigimos nuestra propia vía libre”.
Me quedé maravillado. Pensé en un México utópico en el que no hubiese necesidad de protestar por todo lo que protestamos y entonces nos diera por marchar porque a los patinadores no se les ha asignado su carril o los perros no tienen parques caninos o alguien hace ruido a la hora de la comida.
Hace unos días, Angela Merkel alzó una voz supuestamente indignada contra el gobierno turco por el uso de gas lacrimógeno en la plaza Taksim, olvidándose por completo de que al comenzar este mes de junio su Polizei gaseó a unos pacíficos manifestantes en Frankfurt.
Lo cierto es que ese gas ha sido el favorito de las democracias, o supuestas democracias. Recientemente también hemos visto su expedita utilización en Brasil, España, Francia, Egipto, Estados Unidos, Guatemala y, por supuesto, México, entre muchos otros. Con frecuencia aparece luego de algún apasionado partido de futbol.
Al propio Toscana le tocó una gaseada en Oaxaca. Es una sensación por demás desagradable. Antes que llamarla dolorosa o irritante, me pareció que provocaba una gran ansiedad. En situación más cómoda, hace pocos años observé desde la ventana de un museo en Lyon cómo gaseaban en la mejor tradición francesa a un grupo de manifestantes.
Recordemos que cuando apenas se gestaba la Primavera Árabe en Túnez, la efímera ministra francesa de exteriores ofreció al mandamás tunecino gas, macanas, tecnología represiva y el know how francés. Más tarde, cuando le salió el tiro por la culata, distrajo a la prensa con el asunto Cassez.
Las empresas fabricantes de gases lacrimógenos, muchas de ellas establecidas en países del Primer Mundo, se anuncian con eufemismos: “Productos no letales para controlar multitudes”, “valoramos los principios de la paz, el orden y la justicia”, “juntos, salvamos vidas”. Los catálogos pueden superar en páginas a los de Sears o Ikea. En ellos se muestran las distintas variedades de gas según su composición química, volumen, color y método de lanzamiento, además de una múltiple oferta de garrotes, punzones eléctricos, granadas ensordecedoras, balas de goma y demás armas que a veces sí matan.
La experiencia de Turquía, a cuyo aparato de orden se le acabó el gas en pocos días, servirá de ejemplo para que los gobiernos estén mejor abastecidos. Hay que tomar en cuenta que nunca se sabe por dónde va a saltar la liebre, qué va a detonar una serie de marchas y protestas, si se centrarán en una ciudad o se extenderán por el país.
Si fuese agente de bolsa de valores, recomendaría invertir en estas empresas, pues en los próximos años el mundo no se volverá más justo, los ciudadanos no se transformarán en borreguitos, los ricos serán más ricos, los pobres serán más pobres, los banqueros engordarán, los desempleados aumentarán, los salarios bajarán y los gobiernos serán más mentirosos, corruptos, incumplidores e impunes.

jueves, 13 de junio de 2013

Los últimos días de Monterrey

Que la iglesia católica se haya equivocado con el movimiento astral y que haya condenado a Galileo es peccata minuta, consecuencia de la inercia ptolemaica. Que no aprueben las ideas científicas sobre la creación del mundo y la evolución también se entiende, pues ni la misma ciencia ha terminado de armar el rompecabezas.
El pecado histórico de la Iglesia es su respaldo al derecho divino de los monarcas, ese matrimonio entre lo terrenal y lo divino que durante siglos ha promovido el pisoteo de los derechos humanos de quienes no son nobles ni ricos ni clérigos. Tuvo su época de oro cuando tanto los del lado del César como los de Dios se dedicaron a torturar y asesinar a quienes se les atravesaran en el camino.
Cada rey o zar o emperador requería su misa de coronación. En ella bajaba la mano de Dios para darle iluminación al monarca y más aún, le daba el derecho de hacer su voluntad sin tener que rendirle cuentas a los súbditos; solo al final de su vida habría de negociar su más allá con el creador. En este maridaje la Iglesia recibía privilegios; el Estado recibía sumisión.
El rey Juan Carlos de España tuvo su misa el 27 de noviembre de 1975. En la homilía, el cardenal Vicente Enrique y Tarancón le dijo que no iba a regatearle “su estima y oración ni tampoco su colaboración”. Agregó que la Iglesia pediría “a todas las autoridades que respeten, sin discriminaciones ni privilegios, los derechos de las personas, que protejan y promuevan el ejercicio de la adecuada libertad”.
Lo interesante vino enseguida, cuando el cardenal remata: “A cambio de tan estrictas exigencias a los que gobiernan, la Iglesia asegura, con igual energía, la obediencia de los ciudadanos”.
Caramba. ¿La Iglesia asegura la obediencia de los ciudadanos? Parece un buen negocio.
¿Qué quieres a cambio? Ah, pues muchas cositas: templos, obras de arte, impunidad para mis pederastas, firma de concordatos con el Vaticano, educación religiosa, exención de impuestos, contabilidad secreta, en fin, que todos mis crímenes sean materia de conciencia, no de derecho penal.
¿Dónde firmo? Dice el jefe de Estado a sabiendas de estar ante lo que los negociantes llaman un trato de ganar–ganar.
Hoy mismo, quienes buscan un puesto alto en las democracias procuran amarrar el favor de lo celestial: visitas al Papa, matrimonios religiosos previos a las elecciones, donaciones a grupos religiosos y, más recientemente, entrega de ciudades al todopoderoso.
Durante unos años la ciudad de Monterrey ha padecido la corruptoviolencia, pero ahora la alcaldesa se la ha entregado al cártel de Dios.
Ya sabemos que Cristo nunca procuró la obediencia de los ciudadanos. Todo lo contrario: tiene fama de sedicioso. Tampoco fue muy hábil contra el crimen. Apenas hizo una pataleta contra los cambistas en el templo de Jerusalén, sin solucionar nada, y terminó ejecutado entre dos ladrones, a los que trató como colegas.

Hoy Monterrey ha quedado en manos de un impulsivo omnipotente con fama de destructor de ciudades. Pero Toscana está tranquilo, pues aunque no es Lot sí se montó en un Boeing de Lot y reposa a diez mil kilómetros de su ciudad reinera a la espera de que comiencen a caer las primeras gotas de azufre ardiente sobre sus paisanos.

viernes, 7 de junio de 2013

Romanée–Conti

En su novela Arco de Triunfo, Erich Maria Remarque nos narra una comilona que se lleva a cabo en un burdel: “Siguió después una vichyssoise de primerísima calidad. Luego rodaballo con Meursault 1933… Sirvieron después espárragos verdes, delgados. Vinieron luego los pollos asados y tiernos, una ensalada con una pizca de ajo y, para acompañar todo ello, Château St. Emilion. En el extremo principal de la mesa bebieron una botella de Romanée–Conti 1921. «Las muchachas no aprecian esto», dijo Madame. Ravic sí lo apreciaba. Le trajeron una segunda botella.”
La escena ocurre en 1938. Ravic es un culto médico alemán, pero pobre, pues debe trabajar ilegalmente en la Francia de tiempos de la inminente guerra. Aunque el vino superior no alcanzaba los precios a los que se cotiza hoy, ni existía un Robert Parker que corrompiera gustos y mercados, es evidente que en la cabecera están bebiendo algo sublime, mientras que a las prostitutas, o sea, a las “muchachas que no aprecian esto” les dan un vino regular.
Para un novelista es difícil situar su novela en París sin caer en la tentación de hablar de vinos, pues con esto demuestra que no es un mero turista.
Fernando del Paso tiene fama de connoisseur y nos presenta en Linda 67 una serie de viandas bien acompañadas de algunos vinos, con el infaltable Château La Fleur–Pétrus 82.
He visto botellas de este vino en la mesa contigua en un restaurante, donde algunos políticos se lo bebían como coca cola, sin detenerse a degustarlo, a disfrutar de sus bondades mientras se conversa con inteligencia, pero eso sí: aclarando que era carísimo. Solo mi alicaída dignidad evitó que fuera a probar los remanentes de las botellas una vez que los falsos servidores públicos se habían marchado.
Tengo la impresión de que en buena medida estos excelentes vinos acaban por convertirse en perlas para los puercos, pues ya lo sabemos: las clases altas son cada día más vulgares.
Quienes regentean los viñedos se esmeran en obtener una calidad que impresione a los críticos, y una vez conseguido esto, el precio se eleva más allá de los bebedores sensibles.
En mi infancia solía ver un programa llamado Reino salvaje. Era muy común que Marlin Perkins, el entonces director del zoológico de San Luis, anestesiara algún animal para ponerle en la oreja una placa metálica con alguna inscripción. En aquel entonces ni soñar con un dispositivo electrónico. Y aunque vaya uno a saber lo incómodo que resultaba llevar tremendo arete de por vida, el buen Marlin aclaraba que el animal no sufriría. Si alguien veía o cazaba ese animal, reportaba el sitio del hallazgo y entonces los zoólogos sabrían cuánto se había desplazado.
¿Qué tal si le pusieran a cada botella de Romanée–Conti o Château Margaux o Pétrus una diminuta tarjeta de localización? Se encontraría que algunas botellas acabarían con nuevos ricos chinos, otras con gente que hizo fortuna en la bolsa, otra más con empresarios que no pagan impuestos, otras con mafiosos rusos. Muchas, claro, con políticos ladrones. Y muy pocas con los verdaderos amantes del vino.

En el burdel político y financiero de nuestra época, el Romanée–Conti no termina en manos de ese Ravic, que lo disfrutaba, sino del lado de las prostitutas que no aprecian esto. Pero tienen con qué.

sábado, 1 de junio de 2013

Si yo fuera gobernador


Si yo fuera gobernador, no quisiera serlo de la ínsula Barataria, como Sancho Panza, sino de un estado de México; pues bien manejado se convierte en mejor negocio que la propia presidencia de la república.
Si me dieran a elegir, me buscaría un estado lejos del centro, preferentemente con una prensa débil, apenas de interés local. Mucho mejor aún si es un estado con equipo de fútbol que distraiga a los medios y ciudadanos por igual.
Antes que nada, me conseguiría un tesorero ingenuo, ambicioso y leal, que firme lo que le ordene y termine pagando el pato si algo sale mal.
Aunque siempre me ha bastado una casa para vivir, me lanzaría a comprar mansiones en distintos lugares: Acapulco, Miami, San Diego, Los Ángeles, Cancún. No sé por qué, pero creo que la ambición de casero va con el puesto. Las casas en Estados Unidos me servirían para ir de chóping en esas tiendas que se hacen las ciegas cuando facturan millonadas en basura de lujo. Se sabe que los ricos excéntricos o son jeques árabes o son de dinero malhabido.
Para no ser un gobernador pasado de moda me dedicaría a endeudar al estado, sobre todo con proyectos banales de construcción. Aprendería que las deudas descomunales dan oportunidad de embolsarse gastos financieros y que la construcción es un negociazo para las empresas de mis socios, compadres y prestanombres.
Si me dieran a elegir, tomaría el estado de Nuevo León: enorme presupuesto y una ciudadanía adormecida que tolera la ineficiencia, la corrupción y el cinismo. De hecho, aunque el cien por ciento de los neoleoneses estuvieran hartos de mí, las marchas para exigir mi renuncia apenas convocarían a un centenar de personas.
Vislumbraría que el secreto de la impunidad no es la ratería discreta, sino todo lo contrario: armar un escándalo detrás de otro para que la prensa no pueda darle seguimiento ni a todos ni a cada uno.
Pondría lo mejor de mi presupuesto en gastos de imagen. Una millonada. Me burlaría de gobernadores del pasado que tuvieron que trabajar, cuando resulta más efectivo un spot televisivo.
Eso sí, me cuidaría de las redes sociales, pues es obvio que en este país los delitos no se persiguen según su magnitud, sino según su potencial de viralización.
Aunque hace años que no tengo sino un par de zapatos, supongo que como gobernador me harían falta otros más; sin embargo no tengo complejo de Cenicienta para andarme probando más de cinco ni síndrome de Elton John para desear más de tres.
Luego de varios años en el puesto, de haber amasado una fortuna, tener casas, alimentar mis vicios secretos y encajarme liberacescos anillos, me sentiría, por supuesto, con ganas de presumir. Lujo que no se ostenta es dinero desperdiciado.
Este sería mi talón de Aquiles. Me paso de copas y voy a dar a los medios. Y todo parece indicar que la guillotina cortará mi cuello.
Entonces miraría la fotografía detrás de mí. Si es del presidente en turno, significa que soy del partido en el poder. Y los partidos son como la Iglesia: siempre niegan sus propios pecados.

Respiraría tranquilo. Lo peor que me puede pasar es que me manden a otro país como cónsul o a continuar algunos estudios mientras bajan las aguas; y desde allá vería la triste fotografía de mi tesorero tras las rejas, porque como solemos decir: “Nadie por encima de la ley”.