viernes, 21 de diciembre de 2012

Clásicos vivos y muertos


Los clásicos no son inmortales. Hace falta que esa minoría de lectores silenciosos les dé impulso, continúe pedaleando la bicicleta que podría desplomarse algún día.
No pienso en Dostoievski, Cervantes, Kafka, otros tantos autores que gozan de movimiento perpetuo. ¿Pero alguien querrá leer a José Donoso dentro de cincuenta años? ¿A Onetti? ¿A Carpentier? ¿Joseph Roth? ¿Bruno Schulz? ¿Será Rulfo un autor que tan solo se lea en español? ¿Tan solo en Latinoamérica? ¿Tan solo en México?
Alguien dirá: si un libro o autor cae en el olvido es precisamente porque no era clásico. Me queda claro que esa es la razón por la que muchos éxitos editoriales de hoy serán desterrados mañana de librerías y bibliotecas; sin embargo, quiero pensar que la condición de clásico o de universalidad de una obra está en la obra y no en el lector; pero ya esta idea abre la puerta a una posibilidad descabellada: que haya clásicos inéditos.
O quizás no tan descabellada. Recordemos, por ejemplo, La conjura de los necios, de John Kennedy Toole. Fue rechazada por incontables editoriales. Publicada al fin, por insistencia de la madre cuando el autor tenía once años de muerto. La novela pinta para ser un clásico. ¿Lo era ya cuando se trataba de un manuscrito multirrechazado?
No dudo que haya en la historia de la literatura muchos manuscritos que nunca llegaron a la imprenta, que no tuvieron esa insistente madre del autor.
Esta semana leí que apareció un cuento inédito de Hans Christian Andersen. ¿Bastará incluirlo en la siguiente antología para que sea un clásico?
En el multitudinario entierro de Manuel Acuña, el país despidió a uno de sus grandes poetas. Un clásico, habría dicho cualquiera de sus amorosos lectores. Mas oh, nuestro temperamento ha cambiado a través de las generaciones, y hoy el “Nocturno a Rosario” es emblema de la cursilería.
Al mismo tiempo, esos lectores de corazón duro tienen un espíritu de condescendencia con lo escrito en el pasado. Si un escritor contemporáneo tuviese un personaje con la visión religiosa de don Quijote, nos reiríamos de él. En cambio nada de eso nos molesta en Cervantes. Hoy, una novela con la gravedad del tema de Madame Bovary apenas podría salir del mundo puritano gringo, pero está muy bien que la haya escrito un francés del siglo diecinueve.
A mí me gustaría que La familia Golovliov, de Mijaíl Saltykov-Shchedrín, fuese un clásico, pero es difícil conseguir una edición en español. Y así tengo varios otros títulos que creo injustamente relegados.
Encima, estos libros clásicos o potencialmente clásicos han de navegar en un mercado que los ahoga. A los grupos editoriales no les gustan los clásicos; con ellos no se puede hacer gran negocio. Hay que impulsar la novedad, así sea mala; apabullar el libro de ayer, así sea bueno. ¿Dije “así sea mala”? Corrijo: sobre todo si es mala; de ese modo se garantiza lo efímero de su moda y con más certeza tendrá que ser pronto sustituida por otra novedad.
Nosotros, los que hoy leemos, los que estamos vivos tenemos una doble responsabilidad: seguir impulsando a los clásicos e identificar, entre la literatura contemporánea, los clásicos de mañana.

viernes, 14 de diciembre de 2012

Quanto huebos les for


En cosas del lenguaje soy conservador. Prefiero evitar los neologismos y, sobre todo, los anglicismos. Dado que no tengo Facebook ni Twitter ni televisión, me ahorro la necesidad de aprender cierta terminología. Uso el correo electrónico, pero no cometo el dislate de enviar “correos electrónicos” ni, mucho menos, “emails”. Envío mensajes, recados o cartas, pues en mi vida pasada nunca envié “correos postales”, aunque sí tarjetas postales.
En la televisión usan el “teleprompter”. Curioso, pues el teatro inglés tuvo prompters cuando el español tuvo siempre apuntadores; y colgarle el prefijo “tele” significa que andamos mal en griego.
Es larga la lista de términos que me da grima escuchar. Y sin embargo, he cometido muchos pecados. Por citar uno de los peores: he escrito “eventualmente” como sinónimo del inglés “eventually”. Ningún editor me lo señaló; fue mi traductor al francés quien me jaló las orejas.
Por supuesto, no tengo problemas con decir futbol en vez de balompié. Ni siquiera porque en México lo pronunciamos al modo anglo, con doble acentuación, como si dijéramos fut-bol.
Siempre le dije bóiler al calentador de agua y mejor paro de relatar mis gringadas.
Por muy conservador que me sienta, los conservadores de otra generación me considerarían un corruptor del idioma. Estaba leyendo a un gramático de los años veinte que se quejaba de ciertos vocablos inútiles que habían llegado al español por vía del francés. Entre cientos enlistaba: aplomo, avalancha, debutar, exilio, finanzas, hotel, mediocridad, mobiliario, obús, panfleto, placa, rango, reportaje, revancha, sensacional. Aunque son palabras que hoy consideramos perfecto español, ninguna de estas voces podemos encontrar en Don Quijote.
Según mi gusto, “desterrar” es más bello y contundente que “exiliar”, pero me siento bien con la existencia de las dos opciones; y no voy a lamentar que hayamos olvidado el término que usó el Cid con una lengua todavía pobre en afijos: me exco de tierra. Asimismo, lo que en El Cid suena como una bella amenaza: “denles quanto huebos les for”, no significa sino una cortesía: “denles cuanto necesiten”.
Ya hace cien años, los académicos luchaban contra el mal empleo de “bizarro”. En ese entonces el ataque venía desde Francia. Hoy la infame acepción nos llega por los deficientes traductores del inglés.
Igual, por débil traducción, nos ha llegado “suceso” como sinónimo de “éxito”; acepción que la RAE sólo aceptó a partir de 1884, pues don Quijote siempre diferenció entre el “buen suceso” y el “mal suceso”. Lo acepto pese a que nunca lo he utilizado con ese sentido, pues el origen de suceso como éxito es latino.
“Ínclito” solía ser un caro elogio; hoy solo se usa de manera irónica o humorosa. Lo mismo pasa con “eximio”, “egregio” y “preclaro”. Habría que ver si estamos multiplicando los sinónimos deshonrosos y dejando de lado aquellos que sirven para encomiar.
Basta, Toscana, no te metas a tratar estos temas en una columna de tres mil caracteres, cuando haría falta un libro o largas conversaciones para apenas pellizcar la cresta del gallo.

viernes, 7 de diciembre de 2012

Para leer hay que leer


Desde su creación, en 1921, la Secretaría de Educación ha estado encabezada por una mezcla de políticos, administradores e intelectuales.
Por ahí han pasado humanistas como José Vasconcelos, Moisés Sáenz, Jaime Torres Bodet, Agustín Yáñez y Jesús Reyes Heroles.
Han pasado también militares, ex presidentes, futuros presidentes, políticos y administradores que no destacan precisamente por su labor intelectual o por una previa vocación educativa. Recordemos los casos recientes de Ernesto Zedillo, Josefina Vázquez Mota, Manuel Bartlett, Porfirio Muñoz Ledo…
Yo había imaginado varios personajes que podrían ocupar el puesto en el gabinete de Peña Nieto. Pero, ingenuo de mí, pensaba en intelectuales, humanistas, gente que ya había demostrado su valía en el mundo de la cultura. ¿Chuayffet? Ni en tres mil oportunidades se me hubiese ocurrido.
Y sin embargo el nombramiento de un ex secretario de Gobernación no es descabellado, pues la SEP se ha convertido de un tiempo para acá en la Secretaría de Conflictos Magisteriales, y tal vez el quinazo de este sexenio se esté cocinando por ese lado. Dios mediante; o el diablo.
En su protesta o toma de posesión, mal llamada “toma de protesta”, el propio Peña Nieto habló de sus planes para la educación sin mencionar a los alumnos, sino solo a los maestros.
Sea como sea, venga lo que venga, los intelectuales, artistas y pensadores de este país debemos distraernos menos con el Conaculta y enfocarnos más hacia la SEP. La educación debe ser el asunto al que más dediquemos nuestros comentarios, críticas, propuestas y esfuerzos. Esto va también para los jóvenes indignados: hay que exigir educación de verdad. Lo demás se dará por añadidura.
La pregunta aterrante es: ¿Por qué luego de nueve años en manos de la SEP el estudiante promedio sigue siendo un iletrado?
Las respuestas son tantas que es difícil saber por dónde empezar. ¿Por los maestros? ¿Por los programas? ¿Por las instalaciones? ¿Por la mera voluntad de hacer algo? ¿Por el presupuesto? ¿Por los nombramientos? ¿Mano dura o mano blanda?
Entonces vienen nuevos programas, más lemas, reestructuraciones, otras reglas, y al final… la misma gata, nada más que revolcada.
Y resulta que el problema no es tan complejo. Es más, resulta bastante sencillo de resolver.
En vez de realizar múltiples pruebas y llevar incontables índices para evaluar la mediocridad, habrá que ir con niños, adolescentes y adultos que destaquen por su actividad intelectual. A continuación se les pregunta: ¿Por qué no son ustedes como la manada? Y la respuesta será invariable: Leemos.
Así, no hace falta otro programa, año o sexenio de la lectura. Simplemente hace falta una hora al día en que los alumnos lean, lean y lean. Así es como se forman los lectores, las conciencias; así es como crece el espíritu, así es como se fomenta la educación: leyendo. No hay atajos, no hay recetas, no hay nuevas tecnologías para sacarle le vuelta al bulto ni técnicas de especial motivación ni valen apapachos que eviten la acción: para leer hay que leer.