jueves, 29 de noviembre de 2012

Plagio cervantino


Advierto al lector que este texto es un plagio. Para ser exactos, he plagiado del Quijote de Cervantes, segunda parte, capítulos XLII y XLIII.
En una ceremonia de toma de posesión de cualquier cargo público, no estaría de más leer en voz alta, a manera de manifiesto, los consejos que don Quijote le da a su escudero. Así sean los que atañen a su aspecto personal: “Lo primero que te encargo es que seas limpio, y que te cortes las uñas, sin dejarlas crecer como algunos hacen, a quien su ignorancia les ha dado a entender que las uñas largas les hermosean las manos… No andes, Sancho, desceñido y flojo; que el vestido descompuesto da indicios de ánimo desmazalado, si ya la descompostura y flojedad no cae debajo de socarronería… No comas ajos ni cebollas, porque no saquen por el olor tu villanería. Anda despacio; habla con reposo, pero no de manera que parezca que te escuchas a ti mismo, que toda afectación es mala. Come poco y cena más poco, que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estomago. Sé templado en el beber, considerando que el vino demasiado ni guarda secreto ni cumple palabra. Ten cuenta, Sancho, de no mascar a dos carrillos, ni de eructar delante de nadie”.
Como aquellos que se refieren a la honra del cargo: “Préciate más de ser humilde virtuoso que pecador soberbio. Mira, Sancho, si tomas por medio a la virtud y te precias de hacer hechos virtuosos, no hay para qué tener envidia a los que los tienen, príncipes y señores; porque la sangre se hereda y la virtud se aquista, y la virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale. Si acaso enviudares (cosa que puede suceder) y con el cargo mejorares de consorte, no la tomes tal que te sirva de anzuelo y de caña de pescar… Nunca te guíes por la ley del encaje, que suele tener mucha cabida con los ignorantes que presumen de agudos. Hallen en ti más compasión las lágrimas del pobre, pero no más justicia, que las informaciones del rico. Procura descubrir la verdad por entre las promesas y dádivas del rico como por entre los sollozos e importunidades del pobre… Si acaso doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino con el de la misericordia. Cuando te sucediere juzgar algún pleito de algún tu enemigo, aparta las mientes de tu injuria y ponlos en la verdad del caso. No te ciegue la pasión propia en la causa ajena, que los yerros que en ella hicieres las más veces serán sin remedio, y, si le tuvieren, será a costa de tu crédito y aun de tu hacienda. Si alguna mujer hermosa veniere a pedirte justicia, quita los ojos de sus lágrimas y tus oídos de sus gemidos, y considera de espacio la sustancia de lo que pide, si no quieres que se anegue tu razón en su llanto y tu bondad en sus suspiros. Al que has de castigar con obras no trates mal con palabras, pues le basta al desdichado la pena del suplicio sin la añadidura de las malas razones. Si estos preceptos y estas reglas sigues, Sancho, serán luengos tus días, tu fama será eterna, tus premios colmados, tu felicidad indecible”.
Esto es apenas una selección. Bueno sería que el funcionario en cuestión leyese Don Quijote de pe a pa.

jueves, 22 de noviembre de 2012

Slow books


A veces envidio a la gente que lee a alta velocidad. A veces, no. Los textos literarios prefiero leerlos lentamente, dándole a cada palabra su sonido; a cada frase su ritmo. Más aún, me gusta leerlos en voz alta.
De un escritor se dice que debe encontrar una “voz propia”. También el lector ha de hallarla. Pues bien, la mejor forma de dar con ella es voceando a los grandes poetas y prosistas, a ver qué tanto nos contaminamos con ellos. Personalmente, he encontrado que el mejor ejercicio es la literatura del Siglo de Oro, más específicamente: el teatro.
Salto de una obra a otra, de un personaje a otro. Actúo y dirijo, y aunque nunca pronuncio como gachupín, sino como el vil norteño que soy, mi ego acaba por decirme que soy mejor que Garrick.
Entre las prosas contemporáneas para leerse sonoramente están las de García Márquez, Daniel Sada, Juan Rulfo y las letanías de Carlos Fuentes o Fernando del Paso. El buen lector sabe descifrar el ánimo, tono y cadencia que exige cada texto sin necesidad de que el autor lo señale con indicaciones de andante, allegro o adagio, tropo o non tropo. Aunque siempre queda espacio para la interpretación.
La parte del poor Yorick en Hamlet, la leo “alla Richard Burton”, con tono ligero y burlón; en cambio me parece descarrilada la interpretación trágica y susurrante que le da Kenneth Branagh.
Si veo a alguien leyendo Cien años de soledad, y noto que pasa las páginas con celeridad, pensaré que está convirtiendo la excelente prosa en una práctica de narración de carreras de caballos.
Vargas Llosa cuenta que leyó Los hermanos Karamazov de un tirón. Caramba. Cuando me aplico en ese mismo asunto, yo me llevo una semana. Y no quisiera tardar menos, pues aunque Dostoievski no es un músico con las palabras, sí es un demonio con el alma. Y esta es una novela con la que quiero dialogar y meditar. Quiero detenerme un rato y alzar mi copa con los discursos de Iván y Dmitri. Pronunciarlos en voz alta. Aunque más parezca una pierna de puerco que una copa de vino, no es una novela para devorar, sino para degustar.
Es el caso con toda la buena literatura. Y entre más bella, más hay que regodearse. Nada de echarse un rapidín.
Así como la llamada fast food suele ser pésima, podríamos decir que hay fast books: esas cosas bestselleras en las que no hay arte, y lo único relevante es el “qué va a pasar”. Pero todos los clásicos literarios han de ser slow books dignos de una comilona interminable que se va celebrando a mordiscos.
En esta mesa cambian los modales. Aquí vale hacerlo con la boca abierta, hablar al masticar. Aquí vale jugar con la comida.
Y volviendo a Dmitri Karamazov… En algún episodio dice: “No niego la existencia de Dios, pero, con todo respeto, le devuelvo la entrada”. ¿De qué me sirve darme por enterado? De poco. Aquí interrumpo la lectura mientras pienso si yo haré lo mismo.
Los grandes libros no fueron escritos para monologar. Si el lector no acepta diálogo, voz y prosa será un pobre lector aunque su biblioteca sea más extensa que la de los buenos lectores.

viernes, 16 de noviembre de 2012

Bellas letras


De vez en vez aparece alguna ociosa convocatoria para elegir la palabra más bella del español. En algún lugar leí que era “cristal”, en otro, “Querétaro”, y cuando se abre la selección al público ignaro, suelen ganar palabras como “madre”, “cielo” o “vida” porque los votantes no piensan en la belleza de la palabra sino en el concepto.
¿Pero en qué consiste la beldad de una palabra? ¿En su mero sonido? ¿O también en su grafía?
Si se toma en cuenta el sonido, habrá que ver que las palabras no suenan igual si las pronuncia alguien con buena voz o un gangoso, una mujer sensual o un frío locutor, un cubano o un chileno.
En el segundo caso, no es lo mismo una palabra en Garamond que con artística caligrafía; no será igual con tinta negra que con algún tono amarillento.
Acaso puedo suponer que en cuanta encuesta se haga, nunca ganará un monosílabo, aunque algunos futboleros piensen que “gol” es la gran cosa, y los religiosos voten por “dios”. Tampoco ganaría un multisílabo, ni aunque votaran los desparangaricutirimicuarizadores.
Es difícil pensar en palabras bellas por sí mismas. Por lo general, la belleza se encuentra en la encadenación de varios vocablos.
Es más fácil pensar en palabras desagradables. Lo primero que viene a la mente son los nombres. Si una muchacha dice “Me llamo Ergastulondia”, la suma de esas trece letras se vuelve un tanto repulsiva. La palabra “estufa” no provoca ni atracción ni rechazo. Pero la cosa cambia si conocemos a una vecina que se llame Estufa Saldívar.
Si se trata de vocablos feos, hay que consultar a los médicos o anatomistas. Lo que podría ser una bella escena erótica en manos de un novelista, ellos la echarían a perder con términos como: glande, prepucio, epidídimo, uretra, vestíbulo vulvar. ¿Qué sería para ellos una situación amorosa sin mencionar las glándulas parauretrales de Skene?
Ahí donde mi pobre corazón sentía una pena muy grande, muy grande, para ellos sería cosa del endocardio, miocardio y pericardio. Allá donde el buen Gutierre de Cetina hablaba de los ojos claros, serenos, de un dulce mirar, el oculista vería retinas, escleróticas y humores acuosos.
Quizás el peor nombre de un fragmento del cuerpo lo tengan las trompas de Falopio. Con tantos anatomistas italianos de apellidos más agraciados, tuvo que ser el buen Gabriel Falopio quien las bautizó. Si un tal doctor Rossi se le hubiese adelantado y hubiese cambiando la trompa por un sinónimo, hoy se les podría conocer como los conductos de Rossi o los rossiductos.
En fin, mejor que los literatos no pierdan el tiempo con las palabras bellas así como los músicos no se preguntan si hay una nota más hermosa que otra. Podrá haber quien tenga colores favoritos, pero no es tema para los pintores.
En el mundo de las palabras, no existe la belleza aislada, pero sí la fealdad. Ningún hombre ha conquistado una mujer pronunciando palabras supuestamente bellas de manera reiterada y desconectada; así sean “flor” o “anillo” o “boda”. En cambio se me ocurren muchas del lado antiestético que por sí solas enfrían, apagan o matan una relación.
La belleza necesita al menos un verso; la fealdad sabe andar sola.

lunes, 12 de noviembre de 2012

Un toque de locura


Cuando Dmitri Karamázov toma una troika rumbo a Mókroye, pudo charlar con el cochero de igual modo como hoy lo hacemos con los taxistas: qué calor, ganó el Necaxa, cuánto tráfico; sin embargo, sus arrebatos lo llevan a encadenar una idea tras otra, hasta que termina preguntándole si lo perdona.
“¿Yo qué tengo que perdonarle a usted?”, responde el cochero. “¡Usted a mí nada me ha hecho!”
“No”, interviene Dmitri, “por todos, por todos, tú solo, ahora mismo, aquí, en el camino, ¿me perdonas por todos? ¡Habla, alma sencilla!”
Algo hierve en su cabeza y ese hervor produce un elenco de emociones difíciles de descifrar. A cada página sorprende la mente y el corazón de los Karamázov, de Katerina Ivanovna, de Grúshenka, de Sansónov, de Smerdiákov. El dinero, la carne, el alcohol, los celos, el amor, el deseo, la piedad, la fe, la incredulidad, la estupidez, la sabiduría… se mezclan en un caldo que solo Dostoievski sabe preparar.
“Y no de desesperación he de llorar”, proclama Iván Karamázov, “sino sencillamente porque seré feliz derramando esas lágrimas. De mi propio fervor me embriagaré… Aquí no se trata de la inteligencia ni de la lógica: aquí amas con lo más íntimo, con las entrañas; amas tus primeras fuerzas juveniles”.
“Yo habría consentido en matarme en el vientre de mi madre antes que venir al mundo”, dice Smerdiákov.
“Usted ríe como una chiquilla, mientras en sus adentros piensa como una mártir”, le dice Alíoscha a Lise.
Katerina Ivanovna necesita a Dmitri “para estar contemplando siempre su heroísmo de lealtad y recriminándole a él su traición”.
Parlamentos que no caben en una película, pues en ellas el amor es meramente: te amo o te odio; los estados de ánimo son: estoy triste o estoy feliz. Nietzsche hubiese detestado Hollywood, y en cambio amaba las novelas de Dostoievski. “Es el único sicólogo de quien tengo algo que aprender”, aseguró.
Bonito aprendizaje, dirán los detractores de Nietzsche y recordarán que murió loco. Ellos, detractores ordinarios. Él, bendita locura.
La pregunta que brota es: ¿acaso el mundo dostoievskiano lo creó Dostoievski o es que así se las gastaba el alma de los moradores de aquella época y lugar? Si es una invención, ¡qué gran invención! Pero si fue mera observación aguda, cuán pobre se ha vuelto nuestra psique educada en la moral sin contrastes; en la superficialidad del cine; en el blanco y negro de las telenovelas, en el monótono sermón dominical, en la chabacanería del presente donde el gran pecado es romper la norma.
Hay que leer y releer a Dostoievski para huir de una existencia de pacotilla, para darnos el lujo de amar por razones desusadas, de odiar a alguien por su peinado, de aceptar o rechazar a dios por razones espirituales y no de costumbre, de pecar por conciencia. En fin, hay que darnos una cuota de dostoievskización, o raskolnikovización o karamazovización o como le quieran llamar.
Olvídense de ensayos intelectuales sobre Dostoievski, su tratamiento del tiempo, los problemas de su poética o el qué sé yo estructural. Dostoievski es grande porque cada vez que lo leemos nos trastorna, nos empuja hacia la locura. Y locura es lo que necesitan las almas para no ser almas muertas.

viernes, 2 de noviembre de 2012

Lamentación de octubre


Con frecuencia les cae una pregunta a los lectores: si tuvieras que pasar largo tiempo en una isla desierta, ¿qué libro te llevarías? Es un mero ejercicio de selección de libros, pues nadie se ve a sí mismo en esa situación robinsoncrusoesca. Y no vale decir que se llevarían uno de esos lectores electrónicos, ya que no funcionan con baterías solares.
Hay, sí, muchos que se vieron sometidos a una situación similar; no en una isla sino en alguna prisión. Millones de hombres que fueron a Siberia tuvieron permiso de poseer sólo un libro: el Nuevo Testamento.
Me espanta pensar en la situación. ¿Cuántas veces lo habrán leído quienes estuvieron allá cinco, diez, veinte años o más? ¿Acaso llegaban a memorizarlo? Dostoievski pasó cuatro años con esa Biblia mocha.
A la tal pregunta, yo siempre respondo del mismo modo: Don Quijote. Además de ser mi preferido, es un libro gordo. Por mucho que me gustara Pedro Páramo, me parecerían pocas páginas para mi aventura solitaria en medio del mar.
Y sin embargo, en una isla, en Siberia o en cualquier situación que impidiera el acceso a los libros, me recriminaría el no haber memorizado más poesía. Me sé unas pocas del tesoro del declamador, y un puñado de las más contemporáneas.
Es que la memoria no da para tanto, me justificaría. Pero luego vendría mi conciencia a reclamarme: ¿Ah, no? ¿Y cómo es que de José José, José Alfredo, Roberto Carlos, Los Beatles… y otros muchos te has de saber quinientas o mil canciones?
Es verdad, bajaría la cabeza, avergonzado ante mí mismo. La memoria da para mucho, pero la usé en fruslerías.
Una de mis anécdotas preferidas sobre la capacidad de recordar la cuenta George Steiner. Él habla de un judío en el campo de concentración de Birkenau que tenía una memoria toratalmúdica y dice a su gente: “Si necesitan consultar algo, consúltenlo conmigo; abran el libro que está dentro de mí”. Me gusta, pero mi predilecta es otra venida del mismo Steiner:
En el congreso soviético de escritores de 1937, las autoridades han amenazado a Boris Pasternak. “Si hablas, te vamos a arrestar; si no hablas, también, por insubordinación irónica”. Durante tres días se escuchan apologías a Stalin. Al final, los colegas piden a Pasternak que hable. “De cualquier modo te van a arrestar, así que di algo para que el resto de nosotros se lleve algo en el corazón”. Pasternak se puso de pie. Hubo expectativa. En medio de un silencio expectante, el poeta ruso dijo sólo una palabra: “Treinta”.
Dos mil personas en el foro entendieron y se pusieron de pie. Comenzaron todos a recitar el soneto 30 de Shakespeare, I summon up remembrance of things past, en la traducción al ruso hecha por el propio Pasternak. Un soneto que habla de la memoria, un acontecimiento que demostró la importancia de la memoria.
“Somos lo que recordamos”, dice Steiner. “Lo que llevas por dentro, nadie te lo puede quitar”. Y a Pasternak no lo arrestaron.
A veces estoy sin libro en una isla desierta: un embotellamiento, la peluquería, una sala de espera, una fila en el banco… Caramba. Si desde niño me hubiese aprendido un poema a la semana, ahora me sabría dos mil. Suficiente para leerme y releerme esa antología personal de aquí hasta la eternidad.
Pero la vida está pasando y ya no es hora de aprender.

Los académicos van al cielo


La RAE suele ser católica. Si se busca “karma”, dirá “En algunas religiones de la India, energía derivada de los actos que condiciona cada una de las sucesivas reencarnaciones, hasta que se alcanza la perfección”. Por el mismo camino van con el “nirvana”: “En algunas religiones de la India, estado resultante de la liberación de los deseos, de la conciencia individual y de la reencarnación, que se alcanza mediante la meditación y la iluminación”.
En cambio, la palabra “verbo” no tiene asegunes, regionalismos o nacionalismos. El diccionario expresa con convicción que es “la segunda persona de la Santísima Trinidad”. En “paraíso”, nos dicen sin empacho: “Cielo, lugar en que los bienaventurados gozan de la presencia de Dios”.
Comoquiera ya es un avance con respecto al diccionario de 1737, en el que “paraíso” era “huerto amenísimo adonde Dios puso à nuestro primer padre Adám, luego que le crió. Es mui ventilado entre los Escritores y Doctores la parte donde estaba este huerto, y si dura y permanece ò no. Llámase freqüentemente Paraíso terrenal… Se toma asimismo por la gloria de los Bienaventurados, ò el Cielo, como lugar de todas las delicias”.
Si mi fe estuviese en los dioses del Olimpo, la Academia me definiría como pagano e idólatra. Para ellos, el “averno” es cosa de mitología, pero el “infierno” es de religión; específicamente es “el estado de privación definitiva de Dios”. Claro, Dios con mayúsculas, pues solo hay uno. En un sentido más amplio, nos dice el DRAE que es el “lugar en que estaban detenidas las almas de los fieles que habían pasado de esta vida en la fe y con esperanza del Redentor”. También Redentor hay uno.
“Evolución” no es una tesis científica, sino una “doctrina” filosófica; en cambio “creación” es el “acto de criar o sacar Dios algo de la nada”.
Si bien, hay que aceptar que la RAE ya dio su brazo a torcer, pues define Corán como “libro en que se contienen las revelaciones de Dios a Mahoma y que es fundamento de la religión musulmana”. Un dios que ha de ser el mismo, pues está en mayúsculas. Todo un cambio con respecto a la edición de 1726, que a la sazón dice: “Recopilación ò libro en que se contienen los falsos ritos, y muchas ridículas leyes y ceremonias de la abominable secta de Mahóma”.
A la hora de limpiar, fijar y dar esplendor, al judaísmo no le iba muy distinto: “Se toma oy por la supersticiosa y terca observancia, que tienen los Judíos, de los ritos y ceremonias de la Ley de Moisés”. Además incluían una acepción insolente para “judío”: “Voz de desprecio y injuriosa, que se usa en casos de enojo o ira”.
Por su parte, en la definición de cristianismo, no evitaron la primera persona del plural: “El gremio de los Fieles Christianos, que profesamos la Religión Christiana”. Y enviaron su mensaje moral al definir “ateísmo” como “la impiedad nécia, que niega la existéncia de Dios”. Ya para la edición actual no incluyen algún adjetivo denostativo, si bien el ateísmo apenas llega a ser una “opinión o doctrina”.
Aunque viéndolo bien, estoy de acuerdo con esto último, pues aunque yo tuviese certeza de la existencia de Dios, esta no dejaría de ser una opinión.